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Cecilia Casado

A partir de los 50

Sácame la bala sin anestesia

En casi todas las películas de vaqueros de la época –de la mía- había una escena más o menos así: el cowboy (el bueno) –madurito él y bastante feo- se hacía extirpar la bala o la punta de la flecha que le había disparado el indio (el malo) apretando un palo entre los molares y dejando que le vertieran un buen chorro de güisqui/matarratas en la herida abierta, mientras alguien que pasaba por allí le liberaba del zarpazo metálico situado muy cerca del corazón.

Es una imagen que se me quedó grabada hace cuarenta años y que aún me sigue sirviendo como símil para algunas situaciones recurrentes en las que me han disparado con bala, flecha, pluma contumaz o indiferencia certera. Son heridas a las que no se les da importancia, rasponazos sociales, desplantes sibilinos, desaires como quien no quiere la cosa, egoísmos varios y, sobre todo, los picotazos de la decepción.

Porque nos hemos acostumbrado a tener habones que pican –y mucho- producidos por el aguijón de un amigo que no lo es tanto, rojeces en las manos por haber estrechado demasiado fuertemente las de alguien que no nos quería, algún que otro sarpullido inoportuno en la cara interna de los muslos y esa pequeña heridita supurante que no termina de cerrarse a la altura de la segunda costilla según se mira a mano izquierda.

Y servidora, que ahora que es mayor sabe del poder de los antibióticos, no pone reparos en decirle a la mano amiga de turno: “por favor, sácame esta bala aunque sea sin anestesia”. Que no es más que un momento, unas horas acaso de dolor y un picor muy raro, una especie de desazón que se pasa con el sueño o con un gintonic o con otro abrazo dado con cariño y amor.

Que si nos dejamos dentro esa punta de flecha, disparada casi siempre desde lejos y a traición, por miedo al dolor, con el paso del tiempo y con ayuda de la cobardía, nos convertiremos en sombras de lo que siempre hemos deseado ser y tanto nos cuesta: seres radiantes sin ninguna herida sin cicatrizar.

En fin.

LaAlquimista

Filosofía de Vida y Reflexiones. Lo que muchos pensamos dicho en voz alta

Sobre el autor

Hay vida después de los 50, doy fe. Incluso hay VIDA con mayúsculas. Aún queda tiempo para desaprender viejas lecciones y aprender otras nuevas; cambiar de piel o reinventarse, dejarse consumir y RENACER. Que cada cual elija su opción. Hablar de los problemas cotidianos sin tabú alguno es la enseña de este blog; con la colaboración de todos seguiremos creciendo.


septiembre 2010
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