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Cecilia Casado

A partir de los 50

Relaciones madre/hija. (Como hija)

 

Ahora estoy pensando que quizás hubiera parecido más lógico hablar primero de mis sentimientos como hija antes de contar mis vivencias como madre, pero instintivamente comencé a escribir sobre la experiencia materna puesto que siento que el hecho de ser madre es mucho más responsable y elegido que el hecho de haber nacido como hija de otra mujer.

 Yo no he comprendido lo que significaba ser “hija de una mujer” hasta que mis hijas me explicaron lo que significaba para ellas que yo fuera su madre. Pudiera parecer una perogrullada, pero para mí no lo fue; hube de ponerme en su posición (posición que yo también mantuve hace muchos años con respecto a mi madre) para comprender de una manera más emocional que intelectual los lazos que unen a una hija con su madre.

 Jamás hubiera yo podido pensar –a mis doce o trece años- que YO había elegido nacer de MI MADRE por unos motivos supuestamente escogidos por mí. Ese tipo de posibilidad metafísica me era desconocida y aun hoy se me escapa sutilmente, aunque me gusta pensar que tengo cierta fe en esa creencia.

 El caso es que AHORA comprendo –o necesito o quiero comprender- los motivos por los cuales yo elegí a mi madre para venir a este mundo. Porque, ya puestos a elegir, seguro que también había en el “catálogo de madres” una mujer con fuerte instinto maternal, cariñosa y entregada a su hija primogénita. Sin embargo, aparecí en este mundo en el vientre de una mujer insegura en sus afectos, enferma en su cuerpo y dolida con la vida. Todavía no sé si fui para ella un caramelo o una pastilla juanola. Su situación en la vida –cosa que yo no comprendí hasta que me hice adulta- no le dejó mucho espacio para disfrutar de la maternidad conmigo, así que –por pura lógica cartesiana- se vieron reducidas mis posibilidades para disfrutar de ella como madre y las de ella para disfrutar de mí como hija.

 Mi madre vive todavía y no seré yo quien diga una sola palabra contra ella; a estas alturas de la película ya he dejado de lado la tentación de los malsanos rencores y, afortunadamente para mí, gozo de una amnesia parcial y selectiva que me permite dormir como un bebé. Desde mi inteligencia –que no me gusta que nadie insulte- sé que no hay ningún reproche que hacer puesto que ella es hija de su tiempo y de sus circunstancias y estoy segura de que lo hizo de la mejor manera que pudo acometer.

 Como me he propuesto hablar también de las relaciones madre/hija desde el punto de vista de la hija, por si alguna lectora o lector se ve de alguna manera reflejada y le ayuda empatizar con mi experiencia, voy a compartir algunas vivencias personales, pero que podían haberle pasado a cualquier mujer, a cualquiera otra hija.

 Es una gran trampa hablar sobre la propia madre “a toro pasado”, cuando ya peinamos canas nosotras mismas y ella –la madre- es una anciana de más de ochenta años. Es como decir “¿qué harías si volvieras a tener veinte años?”. Con todo lo que sabes ahora, obviamente, el camino estaría trillado (o casi). Así pues, en este caso, cuan difícil es separar el sentimiento y la valoración que se tiene en la edad adulta sobre la propia madre de la que se tenía en la edad de la pelea constante de la niña/adolescente/joven por encontrar su propio camino entre la pedregosa relación con la propia madre que tiene que arrostrar toda mujer en mayor o menor medida.

 Porque si bien mi madre y yo fuimos oponentes encontradas durante los años de mi crecimiento y formación, también –es de rigor- que ella lo fuera con su propia madre en la misma época de su vida. O quizás no. Ahí está el quid de la cuestión sobre el que se basan tantos errores de bulto –y tanto dolor- entre hijas y madres. Y es creer, porque conviene creerlo, que nuestra madre también tuve problemas con la suya, con la abuela, y justificar su comportamiento como una consecuencia (traumática o no) de su propio desarrollo y evolución hacia el papel de madre saliendo del papel de hija.

 Yo comparaba a mi madre con las madres de mis amigas, al igual que mi madre me comparaba a mí con las hijas de sus amigas. Un error terrible, pero del que no me siento culpable ni siquiera ahora. A fin de cuentas, yo era la niña, ella la adulta; así estaban repartidos los papeles.

 Al igual que con mis hijas he hablado extensamente de nuestra relación, también lo he hecho con mi madre en la edad adulta; ahora mismo como quien dice seguimos “discutiendo” sobre el tema. Es indudable que ella tenía sobre mí una serie de expectativas que yo nunca me esforcé por cumplir. No fui –ni soy ahora- la hija que ella hubiera deseado tener y no se lo reprocho porque ella no sabía –o no pudo saber- que los hijos se tienen para que sean ellos mismos, no de la manera que NOSOTRAS las MADRES queremos que sean.

 De esta manera, lo reconozco, no he sido (ni de lejos) una hija modelo. Ni me casé con quien ella soñó para mí, ni llevé el tipo de vida adecuado a la familia de la que formaba parte, ni me comporté socialmente como me enseñaron a comportarme. De hecho, incluso apostaté de las creencias religiosas que con tanto tesón se empeñaron en inculcarme. No he sido –ni ahora mismo soy- la típica hija de la que la típica madre pueda sentirse orgullosa fardando con las amigas.

 Pero si elegí ser “la oveja negra” de la familia creo que fue gracias a mi madre; si ella no se hubiera opuesto a cuanto yo deseaba hacer en la vida, quizás no lo habría hecho nunca. Es el sino y destino de tantas mujeres luchadoras; oponerse a la madre propia para desarrollar la personalidad profunda que pugna por ser, por encontrar su auténtica esencia.

 Aprendí así que “el peor ejemplo es el mejor ejemplo” y tomé la historia de mi madre como trampolín para lanzarme a la vida incluso con doble salto mortal. Porque mi madre, ella misma, fue rompedora de los esquemas de su propia madre, de su familia original. Cuando sus amigas se casaban para ser “la señora de”, mi madre seguía estudiando. Desarrolló una capacidad intelectual inusitada, invirtió su tiempo y su esfuerzo en cultivar su mente y su espíritu hasta en la edad adulta, realizando estudios de Teología que le proporcionaban la satisfacción que ella necesitaba para sentirse feliz con la vida y consigo misma. Es decir, ella también fue “la oveja negra” de alguna manera; o dejémoslo en “el bicho raro” de la época.

 ¿Intentó mi madre guiar, conducir y manejar mi vida de alguna manera? Por supuesto que sí. Todas las madres que se preciasen lo hacían con sus hijas, al igual que lo hacían los padres con los hijos varones. Era lo correcto, el sino de los tiempos, cuando todavía no se podía alzar la voz ni siquiera dentro de las paredes en las que vivía la familia. Tuvieron que pasar muchos años para que se comprendiera aquel error –y muchos otros.

 Gracias a mi madre soy lo que soy ahora, a mis casi sesenta años. Si no hubiera sido por ella no habría desarrollado la inquietud, curiosidad, sentido crítico y espíritu de rebeldía que me caracteriza, cualidades todas ellas que, como no podía ser de otra manera, me han colocado desde siempre en una situación muy lejana de tener una buena relación con ella.

Si hubiera tenido otra madre, incluso si hubiera tenido “la madre” que deseaba tener con trece años, yo no sería ahora la mujer que soy.

 Así que todo está en orden. Por fin. Hace falta vivir muchos años para darse cuenta, así que, por todo y a pesar de todo: gracias, mamá.

En fin.

 LaAlquimista

 Por si alguien desea contactar:

Laalquimista99@hotmail.com

 

 

Temas

Filosofía de Vida y Reflexiones. Lo que muchos pensamos dicho en voz alta

Sobre el autor

Hay vida después de los 50, doy fe. Incluso hay VIDA con mayúsculas. Aún queda tiempo para desaprender viejas lecciones y aprender otras nuevas; cambiar de piel o reinventarse, dejarse consumir y RENACER. Que cada cual elija su opción. Hablar de los problemas cotidianos sin tabú alguno es la enseña de este blog; con la colaboración de todos seguiremos creciendo.


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