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Cecilia Casado

A partir de los 50

Paseos con mi perro. Cristina Enea.

 A veces la vida te hace regalos. Y yo recibí el último envuelto en pelo blanco y con una carita deliciosa: se llama Elur. Y para que la dicha fuera completa, alguien tuvo la genial idea de permitir el acceso a los parques de la ciudad de los perros, para que también ellos pudieran disfrutar del regalo de la naturaleza de una manera sencilla y fácil. Es por eso que, con cierta asiduidad, nos vamos los dos juntos -atados, que no encadenados-a pasear or los espacios verdes donostiarras. Una correa extensible de cinco metros le da la libertad suficiente; hay unas normas que respetar y me siento feliz respetándolas ya que así la convivencia es placentera para todos, para los que amamos los perros y para aquellos a quienes les resultan muy desagradables, que en su derecho están. Los perros son como los niños en un sentido literal: si están bien educados resultan agradables, si no, una auténtica peste.

A trotecillo ligero llegamos hasta Cristina Enea, mi parque bienamado en el que pongo todas mis complacencias y debajo del gran árbol nos sentamos –mi perro y yo- para disfrutar del silencio, del aire caliente de este Octubre extraño y dejar que la mente se serene, se vacíe de todo aquello que le estorba y deje espacio para nuevos y más fructíferos pensamientos.

Al cabo de diez minutos de placentera serenidad, veo subir en procesión colorista un abigarrado grupo familiar provisto de neveras, bolsas de comida y demás parafernalia para hacer picnic. Rezo a cualquier dios despistado para que no se pongan cerca de mí, para que su alegría –que imagino bullanguera- no alcance ni a mis oídos ni a mi ánimo. Por si acaso, me sitúo en “modo Zen”, olvidando las normas explícitas del parque que indican que éste está destinado únicamente “al paseo de los ciudadanos”.

Mis ensueños comienzan a tomar forma y la mente se me vacía de pensamientos negativos, como si una corriente de aire hubiera limpiado lo innecesario.

Dejo que el cielo se convierta en el techo de mi pequeña habitación y que las ramas de los árboles se erijan en paredes, la hierba en alfombra y mi cuerpo sedente esté y no esté, practico la técnica de invisibilización que usaba en mi infancia y consigo que el tiempo se detenga a mi lado y corra rápido en el reloj de los demás.

Una pareja en bicicleta profana los caminos impunemente, pedalean ellos con furia y cansancio por la cuesta que sube entre los árboles, son ciclistas y hacen honor a su nombre, a sus cascos, a su ceguera ante las señales que prohíben circular en tal vehículo por el parque… Detrás viene un señor con un perro grande, suelto, libre, que olisquea las hojas caídas, se acerca al estanque donde dormitan las tortugas, asusta a los patos, defeca cuando tiene ganas y corre tras su dueño que se aleja -afortunadamente se aleja- por el camino que atraviesa el parque y lleva (bendito regalo) hasta la salida. En una especie de procesión surrealista -¿o no?- aparecen los niños de los patinetes, gritando a los niños que juegan con un balón azuzados por padres y madres felices y sonrientes que disfrutan -ellos también y a su manera- de este delicioso parque que es de todos y para todos.

Como yo también tengo mis recursos, decido que es el momento de cerrar los ojos e “irme de paseo” por encima de las copas de los altos árboles al otro lado del río. Vuelo hasta “la casa del águila” y desde allí observo el caos circulatorio consecuencia de la sempiterna carrera dominical por el medio de la ciudad; me queda la duda de por qué se organizan carreras continuamente para protestar, para celebrar, para demostrar al mundo la rapidez de unas buenas piernas bien entrenadas y un corazón a prueba de bomba, será que unos se dedican a correr mientras que otros nos dedicamos a ver cómo los demás corren… El aullido de altavoces me estremece, a punto estoy de estrellarme -en mi ensueño- contra la antena de telefónica, una avioneta pasa rozándome y deja su estela de combustible mal quemado sobre mi piel…

Aún intento bajar a la playa donde hay hormigas en traje de baño que se disputan cada centímetro de arena corriendo alocadamente en un sentido y en otro aprovechando los coletazos del verano, la sirena de las doce del día se mezcla con la barahúnda insoportable que asola la ciudad, las hormigas llevan todas camiseta de la Real, aporrean en grupos de quinientas mil un balón que salta tan alto como la rama de un árbol y aterriza sobre mi vientre dormido y casi mata de un infarto a mi perro que vela mi sueño pero no sabe nada de mis pesadillas…

Es un domingo cualquiera, sencillo y cotidiano, lo reconozco porque es igual a todos los domingos, va vestido de domingo, de fiesta urbanita, de mala educación, de deseo de celebrar el descanso propio saltando por encima de las normas inanes del difunto señor Duque de Mandas, del deseo de paz de mi espíritu, del sursum corda y de todo lo demás.

Como si fuera un lazarillo dejo que Elur me arrastre por la orilla del río, puente tras puente, hasta mi barrio. Atravesamos como podemos el olor a calamares fritos que sale de los bares y llegamos a casa. Me lleva a la cocina y me invita a beber agua fresca. Abro las ventanas y el aire puro me regala unos momentos de emocionada felicidad. Para colmo, en la radio suena un chelo interpretando a Bach…

En fin.

LaAlquimista

Por si alguien desea contactar:

apartirdeloscincuenta@gmail.com

Fotografías: Cecilia Casado

Temas

Filosofía de Vida y Reflexiones. Lo que muchos pensamos dicho en voz alta

Sobre el autor

Hay vida después de los 50, doy fe. Incluso hay VIDA con mayúsculas. Aún queda tiempo para desaprender viejas lecciones y aprender otras nuevas; cambiar de piel o reinventarse, dejarse consumir y RENACER. Que cada cual elija su opción. Hablar de los problemas cotidianos sin tabú alguno es la enseña de este blog; con la colaboración de todos seguiremos creciendo.


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