Es una vieja costumbre cuyo significado ha ido desvirtuándose con el paso del tiempo, pero todavía hay quienes saben, coincidiendo con el solsticio de verano, aprovechar la noche más corta del año, y el verano recién estrenado y las hogueras rituales para quemar lo que incordia en los desvanes del alma.
Lo viejo, lo inservible, las rémoras, algunos rencores, cuarto y mitad de recuerdos y la mayor cantidad posible de desencanto.
Simbólicamente al menos, que tampoco es cuestión de presentarse a la hoguera con un carrito lleno de cartas de amor mohoso y fotografías amarilleadas por malos recuerdos. Basta con la intención, un papel y un bolígrafo y a escribir la lista de lo que está enganchado por ahí adentro. Un sano ejercicio de introspección, pura terapia psicoanalítica gratuita, nos hacemos un favor que cuesta tan poco a cambio de aliviarnos de tanto.
Ya he escrito lo mío con letra bien grande para que se queme mejor. El proyecto que se quedó a medio camino, la rabia de unos besos que volaron, el perdón que nunca nos pidieron y el tiempo que tiramos creyendo que era por nuestro bien. Una lista ni muy corta ni muy larga pero fácil de arder. Y añadir algún pequeño fetiche obsoleto: un pañuelo que no usaré más, unos pendientes que me dan alergia (en el alma) y un libro dedicado con palabras que ya no significan nada.
Abulta poco lo que tanto espacio ocupó en otro tiempo, así que cuando la luna brille en su esplendor y la gente ande distraída tirando cohetes, lanzando fuegos artificiales y quemándose los bajos del pantalón saltando hogueras, me iré a la playa larga, caminaré con los pies en el agua y me acercaré a cualquiera de las hogueras que –como cada año- jalonarán la noche de fiesta.
Todo bien envuelto en la bolsa de papel –para que no huela demasiado mal al consumirse- irá a parar al mejor sitio donde se pueden tirar los recuerdos muertos: al fuego.
Soy una maniática de la limpieza…del alma. Aireo armarios, saco trastos viejos, quito el polvo de los recuerdos y tiro los que ya no me sirven más que para entristecerme de forma absurda. En vez de cargar en la mochila con las piedras existenciales las voy tirando a la basura definitiva, aquella que no vale la pena reciclar, y me aligero la existencia, para que el paso que ya se vuelve cansado con la edad no tenga que acarrear pesos innecesarios.
El fuego de una hoguera ha sido siempre un elemento purificador. Su magia consiste en destruir para revivir, de sus cenizas nacen nuevas esperanzas y de su calor ardiente resurge el alma renovada…o casi.
Lo que pase después será bienvenido. Da mucho alivio aligerarse de peso inútil.
En fin.
LaAlquimista
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