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Cecilia Casado

A partir de los 50

¿Por qué toleramos la mala educación?

 

Imaginemos una tarde de verano en un jardín con amigos y barbacoa. El anfitrión, generoso y amable, acoge a sus invitados (diez personas) con sonrisas y una excelente sangría de confección artesanal. No todos nos conocemos pero partimos de la premisa que dice: “los amigos de mis amigos son mis amigos” y de esa manera vamos pasando el rato mientras picoteamos cosas ricas y los vasos de sangría van siendo sustituidos por copas de champagne para acompañar las delikatessen que se van dorando en la “barbacoa de piedra”.

 

La conversación deriva de lo amable y superficial al tema político y, siendo los huéspedes franceses, aprovechan la oportunidad para preguntarme mi opinión ante la situación de incertidumbre que se vive en este país. Ellos, a pesar de ser “residentes” no toman el pulso a la actualidad política de la misma manera, no se sienten involucrados. No era fácil torear el toro, pero intenté hacer una pequeño símil con lo que les ocurrió a ellos a finales del siglo XVIII, con un poco de fina ironía y buen humor. Entonces, un invitado al que me habían presentado al comienzo del evento, me interrumpió, apostilló que “yo no tenía ni idea” y de forma brusca tomó la palabra y elevando la voz por sobre los demás dio su opinión sobre el panorama político español de forma extensa dirigiéndose todo el rato a mi persona. Como acaparaba el protagonismo de una forma inadecuada, su pareja le hizo un gesto como diciendo: “bueno, ya vale hombre, que todos sabemos lo que opinas”. Él respondió con otro gesto -manifiestamente contrariado- y se calló abruptamente. El anfitrión entonces, quizás para contemporizar y desviar la atención, le ofreció al susodicho la bandeja con canapés para que se sirviera pero con tan mala fortuna que pareció que le estaba conminando a que comiera y callara. Como me constaba que eran amigos, el gesto lo registré dentro de la confianza que da la amistad y sonreí agradecida por haberme librado del envite.

 

Sin embargo, nuestro “protagonista” se encaró al anfitrión diciéndole que “ya comeré cuando me apetezca” a lo que éste le contestó –sonriente y amable siempre-: “Si estás de mal humor por algo no lo pagues con los demás”. Pues si dijo, ya dijo. El interfecto se levantó de su asiento con brusquedad, empujó la silla donde estaba sentada su pareja para tener paso franco y, sin mirar ni saludar a nadie, agarró el portante y desapareció por el jardín: en cinco segundos escuchamos el ruidoso portazo de la cancela golpeada.

 

“Ha pasado un ángel” –pensé-, o “vaya maleducado, ahora le pondrán todos a parir”… Y me equivoqué de medio a medio. Fue como si el tiempo se hubiera detenido los últimos quince minutos y rebobináramos a plena conciencia e intención. Nadie dijo nada, allí no había pasado nada. El anfitrión descorchó otra botella de champagne y nos rellenó las copas regalando sonrisas y burbujas. Yo, la única española de la reunión, esperaba que saltaran las alarmas, que se montara el guirigay previsto –en mi mente y según mis principios- haciendo mención de la “espantá” maleducada que habíamos padecido. Que alguien dijera algo, vamos; aunque fuera con ironía o mordacidad encubierta. Pero no. Rien de rien.

 

Dos o tres horas después, cuando ya la noche mediterránea nos había dejado contentos y felices y la anécdota estaba casi olvidada, al despedirme, le hice una pequeña alusión al anfitrión sobre lo ocurrido a lo que él, displicente en el gesto y el ademán, le quitó importancia como quien espanta una mosca y me estampaba tres besos según la costumbre francesa.

 

Quise suponer que la procesión iba por dentro, que al tipo maleducado lo condenarían al ostracismo en el grupo, que su pareja le montaría la gran bronca al regresar a casa y que, de una u otra manera, al día siguiente serían presentadas las excusas correspondientes. Pero creo que me equivoqué de nuevo.

 

¿Por qué toleramos la mala educación? ¿Dónde está el límite soportable cuando alguien saca los pies del tiesto? ¿Es cuestión de idiosincrasia geográfica? Se me ocurrió pensar que, entre españoles y bien “perfumados” de sangría y champagne, la cosa no se hubiera obviado impunemente. O quizás la verdadera educación consista en eso, en no echar cuentas de los exabruptos ajenos. No sé, tengo que meditarlo todavía un poco más porque pienso qué haré si me lo encuentro mañana en la playa al tipo ése…

 

En fin.

 

LaAlquimista

 

Por si alguien desea contactar:

apartirdeloscincuenta@gmail.com

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Filosofía de Vida y Reflexiones. Lo que muchos pensamos dicho en voz alta

Sobre el autor

Hay vida después de los 50, doy fe. Incluso hay VIDA con mayúsculas. Aún queda tiempo para desaprender viejas lecciones y aprender otras nuevas; cambiar de piel o reinventarse, dejarse consumir y RENACER. Que cada cual elija su opción. Hablar de los problemas cotidianos sin tabú alguno es la enseña de este blog; con la colaboración de todos seguiremos creciendo.


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