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Cecilia Casado

A partir de los 50

La odisea de coger un taxi

 

En realidad el título del post debería ser: “La odisea de coger un taxi un sábado de madrugada en la Capital Europea de la Cultura 2016”. Pero una es discreta y sabe que no hay que tirar piedras contra su propio tejado, me enseñaron en casa a no hablar mal de “lo nuestro”, más bien a disimular, echar los balones fuera o, simplemente, a comérmelo con patatas.

El caso es que el sábado pasado estaba yo tan feliz en una fiesta de cumpleaños en Gros cuando, al filo de las doce de la noche, me sobrevino un horrible dolor de muelas. Quien lo haya padecido alguna vez sabrá que no hay dolor que se le pueda igualar, -dar a luz un juego de niñas-, así que me despedí de mis amigos en plan “bomba de humo” y me lancé a la calle –ascensor mediante- y con paso más que acelerado me dirigí a la parada de taxis de Paseo Colón. Allí, varias personas con cara de resignación nocturna -y cristiana-, me indicaron que llevaban “más de veinte minutos” esperando y que no aparecía ningún taxi.

Decidí sobre la marcha -empujada por el malestar que me atenazaba- alejarme de la parada unos cientos de metros y, al abrigo de un portal, llamar a los teléfonos de radio-taxi que funcionan en la ciudad. Cuál fue mi sorpresa al comprobar que nadie respondía al teléfono; una y otra vez llamaba yo con la crispación de los nervios (los de mi cavidad bucal) a esos números que los usuarios habituales de taxi conocemos de memoria con resultado desesperantemente nulo. Como no podía estar quieta –por el dolor- seguí caminando y crucé el puente hacia la Avenida de la Libertad sabedora de que cerca de la playa existe otra parada de taxis. Allá llegué desfondada de andar deprisa cuando ya eran las doce y media dadas y hallé la parada vacía de vehículos y de personas así que me dispuse a esperar con santa paciencia y divina esperanza. Sé que podría haber ido hasta el Boulevard donde se concentra mayoritariamente el servicio de taxis de la ciudad en horas nocturnas, y donde se producen unas colas vergonzosamente largas de presuntos usuarios mientras los vehículos de alquiler llegan a raudales sabedores de que tienen el servicio asegurado mientras otras paradas de taxi se quedan abandonadas. ¿Con qué criterio? Me lo puedo imaginar…

Mientras esperaba seguí con la rellamada al servicio de radio-taxi sin que me respondieran. Veinte minutos después, al filo de la una de la mañana pensé que vendría el autobús “búho” y me desplacé a la vecina calle Urbieta para intentar pillarlo en dirección Amara. Lo vi desde lejos y creí que me daría tiempo a cogerlo, pero venía tan lanzado, tan veloz, que en seguida comprendí que tendría que correr los cien metros que me separaban de la parada y allá que me lancé en carrera desaforada (menos mal que no soy usuaria de taconazos). Llegué justo cuando cerraba sus puertas y a pesar de mi cara de desesperación –que pegué a los cristales- el chofer no las volvió a abrir. Cosa de tres segundos, no más; él debía saber que me abocaba a otra espera no inferior a media hora, pero aun y todo, me dejó en la rue. No se lo eché en cara ya que imaginé que tendría instrucciones estrictas de cuándo se puede recoger a un pasajero y cuándo no, quién soy yo para discutir las normas de la compañía de transporte ni mucho menos indagar en los recovecos de la mente de un trabajador a esas horas de la madrugada…

Como ya me había alejado suficiente de la parada de taxis (que presumiblemente seguiría desierta) pensé que, total, ya estaba sólo a media hora andando de mi casa, así que reemprendí con paso más que abatido mi camino ya convertido en un viacrucis. Pero me vino un latigazo de dolor que casi me tumba, se me saltaron las lágrimas así que me senté en el escalón de entrada de un portal. Con un gesto mecánico, producto de la más que palpable descoordinación que empezaba a asaltarme, volví a llamar a la compañía de taxis: o eso o desmayarme y que viniera alguien del 112.

Una amable voz me dio las buenas noches, le indiqué que me enviara un coche a la calle Urbieta número 5 –en el vano de cuya puerta me hallaba- y en pocos minutos apareció mi vehículo salvador. Ha sido lo más cerca que he estado en estos últimos años de creer en algún dios.

El conductor me contó que “no daban abasto”, que llevaba trabajando desde las ocho de la tarde (y eran ya la una y cuarto de la mañana) sin parar más que para un bocata rápido. Le dije que me llevara a casa a toda pastilla –para tomarme dos o tres- porque el dolor de muelas me tenía desfallecida, con las lágrimas churreteándome las mejillas y al borde de un ataque de nervios.

De Gros a Amara -tres kilómetros escasos- en tan sólo una hora y veinticinco minutos más nueve euros de vellón.

Eso me pasa por utilizar el transporte público o alternativo en vez de mi precioso coche rojo que siempre está a mi disposición cuando lo llamo. En bicicleta no voy porque se me hacen carreras en las medias.

En fin.

LaAlquimista

Por si alguien desea contactar:

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Filosofía de Vida y Reflexiones. Lo que muchos pensamos dicho en voz alta

Sobre el autor

Hay vida después de los 50, doy fe. Incluso hay VIDA con mayúsculas. Aún queda tiempo para desaprender viejas lecciones y aprender otras nuevas; cambiar de piel o reinventarse, dejarse consumir y RENACER. Que cada cual elija su opción. Hablar de los problemas cotidianos sin tabú alguno es la enseña de este blog; con la colaboración de todos seguiremos creciendo.


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