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Cecilia Casado

A partir de los 50

Toblerone. (Aeropuerto de Berlín-Schönefeld)

 

 

Los aeropuertos me han producido siempre una sensación de alegría. Lejos de deprimirme por colas, aglomeraciones y gente tirada por los suelos tan sólo pienso en el placer de llegar y, cuando toca, en el placer de regresar. Digo esto porque soy muy consciente de que jamás he volado por trabajo ni por desgracia o emergencia interpuesta.

En una mesa de la gran cafetería del aeropuerto alemán hago tiempo sin ponerme nerviosa; el vuelo tiene retraso pero no se sabe cuánto así que procuro relajarme leyendo un rato mi libro de viaje. En mi área de visión cercana, dos parejas rubias entradas en los cuarenta charlan animadamente; una de las mujeres acaba de regresar de la tienda sin impuestos enarbolando un enorme toblerone de esos que pesan casi medio kilo y se compran como regalo de última hora para quedar bien (o mal, según se mire)

Vuelvo a casa con el corazón caliente a pesar de las temperaturas gélidas de un Berlín soleado primero y una ciudad con pertinaz sirimiri después. Llueve con una lluvia como tonta, sin fuerza, como la que conozco de siempre, en la que el paraguas estorba más que ayuda; una lluvia que, como las esperanzas que se pierden, te deja empapada de tristeza casi sin que te des cuenta. Sí, ya sé que es un pensamiento un poco negativo, pero así lo he sentido durante un par de días.

La mujer rubia y grande desenvuelve el toblerone con gran esfuerzo de ruptura de cartón y papel metálico. Rompe una onza –enorme- con las dos manos y comienza a mordisquearla ávidamente. Es chocolate blanco, invento del demonio, si el cacao siempre ha sido de color moreno tirando a negro, será algo así como el café descafeinado, la cerveza sin alcohol o las parejas sin amor. Tienen su sabor saciador y estimulante y eso basta.

Cuando vuelva a casa voy a abrazar con gusto a mi perrillo, siempre me pregunto si son capaces los animales de “echar de menos”, si se alegran de verdad cuando nos reencuentran o, por el contrario viven en la inmediatez de las cosas, de los afectos, en un momento presente superficial, sin pensamiento alguno ni –por ende- sufrimiento.

Escucho un “crack” en la mesa del toblerone y es porque lo han estrellado contra el canto de la mesa para partirlo mejor; la pareja de la mujer rubia y grande se lo da en trozos cortados como diciendo: “toma, que pareces boba, que no sabes ni partir un chocolate”. Y ella agarra con avidez la siguiente onza y la ingiere a grandes mordiscos. Los demás la miran y no participan del festín, será que no les gusta el chocolate blanco industrial de los aeropuertos o que aquí cada uno come de lo suyo y punto.

Eso me recuerda mi extrañeza cuando en cafés y bares y pequeños restaurantes te preguntan si quieres la cuenta por separado, la costumbre de pagar cada uno lo suyo también identifica a todo un pueblo, no como en casa que la gente hace carreras para sacar la cartera como los vaqueros la pistola en las películas del oeste. Cada uno lo suyo y así todo queda claro, no hay agravios ni favores pendientes, ni facturas por reprochar más adelante, ni compra y venta de sentimientos. Vaya idea para patentarla.

Los ojos se me van a la mesa del toblerone. La mujer rubia y grande se ha comido ya más de la mitad. La miro con ojo prejuicioso y echo cuentas de las calorías que se está metiendo entre pecho y espalda, imagino sus arterias aguantando sedimentos, a su hígado peleando con el azúcar… y dejo de mirar y de pensar en ello porque, a fin de cuentas, no es cosa mía lo que hagan los demás con su estómago ni con su cuerpo.

Ya tengo ganas de un poco de silencio. Espero con avidez el momento de ocupar mi lugar en el avión y cerrar los ojos, abstraerme y dejar que mi mente se vacíe un rato y despertarme ya cerca de mi txoko, cansada y feliz, con las pilas afectivas a tope y con ganas de seguir haciendo cosas, mis cosas, las que a mí me parecen importantes. Voy a mirar si han puesto algo en el panel de “departures”. Ya parece que sí, que embarcamos…cada uno con su equipaje a cuestas…

Se lo ha comido todo.

En fin.

LaAlquimista

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Temas

Filosofía de Vida y Reflexiones. Lo que muchos pensamos dicho en voz alta

Sobre el autor

Hay vida después de los 50, doy fe. Incluso hay VIDA con mayúsculas. Aún queda tiempo para desaprender viejas lecciones y aprender otras nuevas; cambiar de piel o reinventarse, dejarse consumir y RENACER. Que cada cual elija su opción. Hablar de los problemas cotidianos sin tabú alguno es la enseña de este blog; con la colaboración de todos seguiremos creciendo.


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