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Cecilia Casado

A partir de los 50

Los “Reyes” de mi infancia

 

 

De las Navidades de mi infancia recuerdo siempre como fecha estelar y  emoción histérica el día de Reyes. No solamente porque el despertar era como una película de Hitchcock –temblando de miedo por no recibir el regalo solicitado en la famosa carta petitoria- sino porque había que pasar por una serie de rituales a cada cual más surrealista y alucinante. Empezando por la angustia matutina, ante la puerta cerrada del salón-comedor donde habíamos dejado la víspera un zapato (uno solo, no el par completo) angustia que podía durar el tiempo que se quisieran tomar mis padres en abrir la puerta –su dormitorio y el salón comunicaban- y dejarnos entrar en tromba a las criaturas de la familia. Dicen que quien espera, desespera y ciertamente que nuestros corazones se desbocaban ante el muro -sólo franqueable después de desayunar y vestirse- que nos separaba de nuestros deseos infantiles.

Nunca conseguí saber qué criterios utilizaron mis padres a la hora de elegir los regalos que ponían en los zapatos de sus vástagos, pero en mi caso, jamás consistió en cumplir las instrucciones que venían reflejadas en la carta a sus Majestades que, escrupulosamente y sin ninguna falta de ortografía llegué a escribir desde la tempranísima edad de cuatro años. Déjate tú de traumáticos sentimientos de culpabilidad inculcados en la infancia por una educación estricta, ahí lo que se dilucidaba de verdad era todo tu porvenir, el sendero que tomaría tu vida durante el año que se acababa de estrenar, era el momento cumbre de la autoestima, de la seguridad y la creencia en que la vida era bella o una auténtica porquería. Era el juicio sumarísimo por excelencia.

Nunca pusieron carbón en mi zapato –mi madre me explicó con el tiempo que esa costumbre le parecía traumatizante para los niños-, pero jamás de los jamases los Reyes me “echaron” lo que había pedido. Mis deseos pasaban el filtro implacable de mis mayores para decidir si el juguete solicitado era “adecuado” para mi desarrollo o  –como supe después- si, simplemente, me lo había merecido o si iba a suponer un incordio para mis padres verme todo el día dando patadas por la casa a un balón de reglamento o disparando con unas pistolas de cowboy y metiendo sustos de muerte a mi madre. Y casi nunca tuve suerte. Tampoco con las muñecas y cocinitas que eran los juguetes por los que suspirábamos las niñas de mi generación –los juguetes que tenían mis amigas y que nunca tuve yo, aunque sí mis hermanas menores que ellas pudieron sustraerse a la ola “feminizante” que le atacó a mi madre conmigo.

Llegada ya la edad en la que la falacia persistente me entraba por un oído y me salía por el otro, sabiendo que era mi madre -mi padre no pintaban ada a este respecto que yo supiera- la que decidía con poder omnímodo qué regalar a sus hijas y qué sustraer a los deseos de éstas, intenté infructuosamente, año tras año, que me regalaran lo que yo más ansiaba: la bicicleta. Yo era ya muy consciente –a mis seis o siete años- de que ésta suponía un dispendio considerable, pero sabía también que mis padres se lo podían permitir sobradamente. No comprendía porqué algunas de mis amigas cuyos padres (teóricamente) tenían menos dinero que los míos -tema del que hablábamos sobradamente los críos en la calle- tenían su bici flamante y yo tenía que conformarme con arrastrarme sobre patines con ruedas metálicas por las calles del barrio. Cuando fui capaz de pergeñar una estrategia de persuasión lo suficientemente asertiva como para enfrentarme a la “decisión de sus Majestades” me respondieron que no habría bicicleta por una sencilla razón: en casa éramos muchos y la bici sería un incordio para guardarla adecuadamente.

Luego estaba “lo del Banco”, humillación lacerante que se repetía cada 6 de Enero para los hijos de los empleados del Banco -así, con mayúsculas- donde trabajaba mi padre dejándose los ojos y la vida apuntando asientos manualmente en libros que necesitaban casi de un facistol para sostenerse. Yo no quería ir al Banco a recoger el regalo que nos habían dejado los Reyes allí; me parecía una pantomima aberrante para la que se entregaba con antelación a cada empleado una cantidad por cada hijo hasta los doce años para que -el empleado o “la señora” de éste- la transformara en un juguete, un regalo, que se exponía con el nombre del infante y que, en un escenario con varios empleados (obligados a ello, según supe después) disfrazados de Melchor, Gaspar y Baltasar -¿quién haría de negro, con la tez tiznada, y a qué precio?-, había que salir al escuchar tu nombre y recibir, con posado incluido para la foto junto con tu padre y el “rey” que te tocara, el regalo que te correspondía. Aquello era lo que era, obviamente,  un paternalismo franquista, porque los hijos de los empleados que querían aparentar recibían unos regalos grandes y ostentosos y los de los bedeles unas birrias pinchadas en un palo. Luego supe que muchos empleados añadían de su propio bolsillo un cantidad para que el regalo fuera veraz representante de la posición que ocupaban en el escalafón bancario –o por lo menos aparentarlo. Tengo fotos -horrorosas, quejamás compartiré públicamente- que ilustran aquella situación repetitiva y nada gratificante que acabó puntualmente al llegar yo a la edad límite (y límite también de mi paciencia y vergüenza ajena).

El día de Reyes era el único de dos días al año en que íbamos a comer a casa de mis abuelos maternos toda la tropa. Allí no se podía elegir el regalo, sino que venía de la buena voluntad de mis abuelos y de un vale de mil pesetas que les regalaba un señor que tenía una juguetería en la calle Urbieta; voluntad inmensa, -que mil pesetas de los años sesenta podrían ser algo así como casi mil euros de ahora- lo recuerdo y reconozco, pero que también pasaba por el filtro materno antes de convertirse en materia. En casa de los abuelos los Reyes dejaban material didáctico que era muy bueno para la educación y desarrollo de las niñas de entonces. Nada de muñecas. Nunca. Jamás. Ni bicicleta, claro está. Acabé hasta las narices de lápices Alpino, cuadernos para colorear y “arquitecturas” de piececitas blancas de plástico –el ancestro del Exin Castillos. Los libros me gustaban, eso sí tengo que reconocerlo.

Pero por lo menos había rosco de Reyes. ¡Ay el Rosco de la pastelería Gloria en el Paseo Colón! No sé si era una leyenda urbana, pero decían que un anillo de oro se ocultaba en alguno de los que se venderían y las colas eran inmensas para recoger los encargos el seis de Enero. Nada de comprarlo la víspera industrializado, no, se hacían por la noche y de madrugada y se vendían tiernos, esponjosos, maravillosamente aromatizados con azúcar glass, frutas escarchadas, crema chantilly batida a mano y la emoción añadida a la fecha.

 

Nunca supe de dónde salió la tontería esa de que, a quien le tocase el haba lo tendría que pagar, porque siempre lo pagaron mis abuelos, pero quedaba la cosa de que si te tocaba a ti, era algo así como mala suerte para todo el año o, simplificando, que los hados divinos ya sabían a quién se lo tenían que dar: a quien se lo merecía…

El Rosco de Reyes era la culminación de todos los placeres que, supuestamente, llevaban implícitos las Navidades que, con una tarde apresurada de juegos nerviosos –porque el día siete había que volver al colegio- se clausuraban con sus emociones y decepciones hasta el siguiente veinticuatro de diciembre en que, como ahora mismo, cerramos un capítulo de nuestra vida, dejando atrás la felicidad que ha vuelto a casa por Navidad y la decepción de comprobar, otro año más, que este año tampoco me han traído lo que he pedido, que tampoco me voy a comer un rosco…por lo menos el seis de Enero.

En fin.

LaAlquimista

 *Cuente aquí sus historias de los Reyes Magos. Por lo menos nos divertiremos juntos un rato.

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Temas

Filosofía de Vida y Reflexiones. Lo que muchos pensamos dicho en voz alta

Sobre el autor

Hay vida después de los 50, doy fe. Incluso hay VIDA con mayúsculas. Aún queda tiempo para desaprender viejas lecciones y aprender otras nuevas; cambiar de piel o reinventarse, dejarse consumir y RENACER. Que cada cual elija su opción. Hablar de los problemas cotidianos sin tabú alguno es la enseña de este blog; con la colaboración de todos seguiremos creciendo.


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