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Cecilia Casado

A partir de los 50

Sin móvil por la ciudad

 

No sé a vosotros, pero pocas cosas hay que me den tanta rabia como llegar a la calle y darme cuenta de que me he olvidado en casa algo  y tener que volver por ello. Así que el otro día, cuando a veinte metros del portal, eché mano al bolso y no encontré el móvil lo tuve muy claro: “paso de volver, paso”. Y metí el turbo hacia mi cita cafetera/mañanera apartando de un manotazo el estremecimiento que me asaltó por un segundo al saberme en la calle y sin móvil, “desnuda” de alguna manera…

Al llegar al cabo de la avenida y pararme en el semáforo ya me di cuenta de que había metido la pata aunque ya no era cosa de desandar lo andado, si no quise volver estando cerca no iba a hacerlo ahora que ya me había alejado un par de cientos de metros. Recompuse el gesto, levanté la barbilla y seguí adelante con paso firme, desarmada y rumbo a la vida.

El hecho de cruzarme con peatones cabizbajos –aunque no apesadumbrados- sobre sus teléfonos móviles me produjo una sensación extraña, como de absurda superioridad por haberme dejado la cadena en casa y poder caminar ligera, mirando al frente y no los adoquines de la calle. Con estupor fui calculando el porcentaje de gente abducida por los aparatejos, los jóvenes todos o casi todos, los adultos bastantes y las personas mayores –mayores que yo- prácticamente ninguna.

Llegué a mi cita con la mente despistada y cuando mi amigo cafetero levantó la testuz de su móvil para saludarme compuse un gesto fuera de lugar que le obligó a preguntarme qué me pasaba. –“¡Que me he dejado el móvil en casa!”, contesté compungida detrás de una media sonrisa de circunstancias.

Tomamos el café con leche y la tostada de semillas con aceite con la urgencia de los estómagos vacíos y los corazones llenos de cosas por contar: en una semana la vida se aplica a sorprendernos y esas vicisitudes se nos antojan interesantes cuando se las relatamos a una persona amiga que  escucha con sonrisa afable. Calmadas las ansias alimenticias pusimos rumbo al mar para hacernos todas las playas posibles al paso ligero del camello más lento de la caravana (es decir, servidora).

Son un par de horas tranquilas, a veces en silencio, a veces parloteando de esto y de lo otro, nada de filosofías ni de arreglar el mundo cuando se está haciendo la digestión de los hidratos de carbono. Mi amigo sacaba de vez en cuando su móvil y lo miraba con disimulo, como excusándose por hacer algo que sabía yo no podía hacer. Le sonó un par de veces y liquidó la llamada con un: “luego te llamo”, regalándome una sonrisa extra en cada ocasión.

En realidad, yo no estaba en lo que estaba, me costaba relajarme y dar ligereza a mi paso como en otras ocasiones. Pensaba en mi móvil, abandonado en la mesa de la entrada, vibrando con cada nuevo whatsapp, emitiendo gemiditos con cada mensaje, saltando con los emails, angustiado con el timbre de una llamada, contando los tonos hasta que salte el contestador, almacenando una voz conocida o extraña…

Después de estos paseos matutinos a la fresca suelo pasar por el mercado donde disfruto del privilegio del pescado que ayer mismo era pez, de los tomates de fina piel y jugo rojo, de las cerezas gordas con las que siempre me ha gustado hacerme pendientes… pero ese día quería saltármelo, volver a casa directamente, inquieta, preocupada por llevar casi tres horas desconectada de un universo que no me estaba echando en falta en absoluto.

Así que me paré en un banco, dos minutos de respirar hondo y preguntarme en voz alta a ver si estaba tonta: “¿Estás tonta, Cecilia, o qué puñetas te pasa!!!?” Me recordó la situación y la sensación a cuando dejé de fumar hace tres lustros y me ahogaba por los paseos necesitando –o creyendo que necesitaba- la nicotina para respirar.

Compré unos salmonetes que llevaban mi nombre y las primeras vainas de la temporada, a juzgar por el precio de première que tuve que pagar. Agarré el bus de vuelta pretextándome cansancio físico y ganas de quitarme la ropa sudada.

Al abrir la puerta de casa se enredó entre mis piernas mi querido perrillo Elur celebrando mi regreso como si me hubiera ausentado a las antípodas; ladridos alegres y caracoleos incesantes, levantaba las patas delanteras para que lo cogiera en brazos, feliz de reencontrarme, feliz de saberme viva y de vuelta.

Me puse a jugar con él y después de la sesión de lametones por su parte y de caricias por la mía, fui a la cocina a poner el pescado a la fresca y las vainas en una fuente a remojo. Me arranqué la ropa y agradecí el chorro potente de agua en la ducha que refrescaba mi cuerpo y calmaba mis tonterías.

No se puede ser más feliz y pretender fastidiarlo…

En fin.

LaAlquimista

Por si alguien desea contactar:

apartirdeloscincuenta@gmail.com

Dibujo: Javier Olivares

Temas

Filosofía de Vida y Reflexiones. Lo que muchos pensamos dicho en voz alta

Sobre el autor

Hay vida después de los 50, doy fe. Incluso hay VIDA con mayúsculas. Aún queda tiempo para desaprender viejas lecciones y aprender otras nuevas; cambiar de piel o reinventarse, dejarse consumir y RENACER. Que cada cual elija su opción. Hablar de los problemas cotidianos sin tabú alguno es la enseña de este blog; con la colaboración de todos seguiremos creciendo.


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