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Cecilia Casado

A partir de los 50

Bailando

Desde pequeña he sido muy “bailona”. En casa lo tenía difícil porque la música molestaba así que recuerdo que bailaba en silencio, en la soledad de mi cuarto, siguiendo el ritmo de lo que cantaba “hacia adentro”; no había espejo pero yo inventaba pasos y coreografías, seguramente influenciada por los programas de la televisión que eran el único referente profano que tenía, aunque en el colegio también hacíamos ciertas “coreografías” cantando y desfilando a la gruta del fondo del jardín donde había una imagen de la Virgen y a la que nos dirigíamos más con paso militar que disoluto.

Luego vinieron los guateques y había que bailar “agarrao” que era lo único que les gustaba a los chicos, pero las chicas nos animábamos a bailar el twist o el rock entre nosotras ante la mirada casi despreciativa de los gallitos que fumaban displicentes esperando a que llegara el rato de las “lentas”. Un rollo.

A las fiestas de los pueblos cercanos a Donosti no iba, me lo tenían prohibido completamente, vaya usted a saber por qué, supongo que una “señorita” tenía el círculo personal rodeado de alambre de espino por decreto ley…familiar. Así que el goce supremo y la liberación bailable me llegó con la primera discoteca a la que pude acceder a mi ya más que “madura” edad de quince años.  El “Parisien” en la redenominada Avenida de España, abría sus puertas también en sesión de tarde y, con los libros del Insti bajo el brazo y la minifalda escondida en el bolso, allí que nos íbamos las amigas, a pegar saltos como locas y a consumir, faltaría más, que aquello era un negocio y no una oenegé.

Me gustaba tanto bailar que empecé a perfeccionar pasos con una amiga tan locuela como yo y, sin tener los dieciocho cumplidos, los sábados y domingos por la tarde íbamos a “trabajar” de go-gós a discotecas de la provincia. Nos pagaban, vaya que si nos pagaban, y luego era un horror tener que justificar en casa la ropa, los discos y libros y los maquillajes nuevos.

Se bailaba lo que se bailaba, nada de ritmos latinos ni étnicos, estábamos dando el primer salto hacia la Europa moderna, la que marcaba las pautas en música y en cine y era imitada por EEUU con bastante más gloria que pena, todo hay que decirlo.

En las bodas aprendí a bailar pasodobles, valses y los ritmos que me enseñaban la parentela e invitados con una edad imposible para el rock y los ritmos de moda. Pero el caso era bailar; me gustaba tanto que me recuerdo con mi embarazo de siete meses pegando saltos en un bodorrio al que me tocó asistir.

Después hubo un paréntesis de varios lustros en los que mi “baile” consistía en correr de casa al trabajo, del trabajo a casa y, entremedias, atender a mi familia, contarles historias a mis hijas y, muy de vez en cuando, encontrar un hueco para salir con las amigas a cenar. Lo de ir luego a bailar no se estilaba en mi círculo; eso quedaba para las solteras o divorciadas. Las casadas o bailábamos con el marido o criábamos varices.

Pero antes de cumplir los cincuenta di un buen golpe de timón a mi vida; me divorcié por segunda vez y retomé el gusto por el baile. Me apunté a una academia de esas que enseñaban todo lo que había que saber para moverte en una pista con un señor que te guiaba a su gusto y ritmo. Por cierto que ahí conocí a mi última pareja con la que compartí muchísimas satisfacciones en la pista de baile…y fuera de ella. Porque de repente todas queríamos bailar salsa, merengue, bachata y hasta swing. Ahora ya la que no domina la zumba y el “perreo” se queda obsoleta antes de empezar, así que me alegro de haberme librado de la furia del reggeton en mi juventud porque soy consciente de que, con la excusa del baile, lo que se hace es agarrarse un calentón de los buenos…en posición vertical y con la música de fondo. Allá ellos y ellas que lo bailan…

Todo este prolegómeno e historial aburrido para acabar contando que, ayer, justo cuando acabó la tormenta de media tarde que bajó de las montañas de improviso, puse la radio a tope y me tiré media hora bailando como loca –que es como más gusto da bailar y hacer ciertas cosas- bajo la mirada alucinada de mi perrillo. Al final le invité a compartir unos pasos y se dejó coger en brazos y así andábamos, él y yo, obnubilados perdidos dando saltos. 

Un ejercicio cardiovascular estupendo, divertido y barato; sin necesidad de gastar en equipamiento caro y generando alegría, energía a tope y sonrisas a chorro.

Y no me dolió después nada.

LaAlquimista

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*** Kees Van Dongen “La danseuse de corde” (1910)

Temas

Filosofía de Vida y Reflexiones. Lo que muchos pensamos dicho en voz alta

Sobre el autor

Hay vida después de los 50, doy fe. Incluso hay VIDA con mayúsculas. Aún queda tiempo para desaprender viejas lecciones y aprender otras nuevas; cambiar de piel o reinventarse, dejarse consumir y RENACER. Que cada cual elija su opción. Hablar de los problemas cotidianos sin tabú alguno es la enseña de este blog; con la colaboración de todos seguiremos creciendo.


agosto 2017
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