Tengo dos hijas y una nieta que son las niñas de mis ojos y la alegría de mi corazón. Por las mismas razones que otros jóvenes han tenido que alejarse de sus raíces amorosas, ellas han buscado y encontrado su camino vital lejos del txoko que las vio nacer; son emigrantes, inmigrantes, “exiliadas” o cualquier otro eufemismo que uno quiera aplicar para no llamar a las cosas por su nombre. Una vive en México y la otra en Alemania habiendo formado sendas familias.
Así las cosas, cuando podemos juntarnos en un amoroso totum revolutum de melenas largas y faldas cortas (ellas más que yo, por supuesto) mi casa , que sigue siendo “su” casa, se convierte en un auténtico hervidero de emociones, risas, juguetes por los suelos y vasos llenos de brindis por limpiar. Es el “caos” de las vacaciones en familia, ese tiempo que -dicen- es feliz mientras se lo espera y feliz también cuando se acaba.
Dicen -cuentan- algunas madres y abuelas que conozco que cuando viene la familia ausente a pasar sus vacaciones las rutinas se ponen patas arriba en detrimento de la “jefa” de la casa. Es decir: compra diaria con desembolso sorprendente, meterse entre fogones como en los viejos tiempos, fregar, ordenar, recoger, lavar, tender, limpiar y trajinar todo el día con un mudo lamento y una callada resignación. Se les ama, se les añora, se les cuida, pero cansan que es un horror. Eso dicen y cuentan algunas comadres que conozco.
Ahora me ha tocado a mí y tengo datos para opinar. Que todos los hijos son diferentes es un hecho indiscutible y que todas las que hemos sido hijas y después madres (lo de abuelas es opcional) mantenemos relaciones muy sui generis con nuestros retoños es otro hecho incontrovertible. Hay madres que esperan que sus hijos las cuiden y otras que, ya en una edad más que provecta, siguen cuidando de sus retoños como en aquella infancia que vuelve durante unas semanas en las que los roles se confunden, se entremezclan y se “lían” sin poderlo evitar.
Mi hija mayor es madre de su pequeñina y a la vez es hija mía: una dualidad imposible de sostener el equilibrio mínimo necesario. Mi hija pequeña se transforma de nuevo en “la niña” cuando me visita y y… ya no sé si soy madre, abuela ni dónde se ha ido la bloguera independiente que acostumbro a ser cuando no hay ni risas ni llantos pintando las paredes de la casa.
Abomino de los padres y abuelos que se quejan con denodado ímpetu cada vez que reciben la visita de sus hijos y nietos; me rechinan las quejas sobre el trabajo extra, el gasto extra y el jolgorio extra. Pienso y siento que si tanto les molesta que ellos, los hijos adultos inviertan, gasten o regalen su tiempo de vacaciones visitando a los padres/abuelos, que les digan lisa y llanamente que no vengan, que se vayan a Disneyworld con sus niños o se alquilen un apartamento en una playa abarrotada. Que no finjan que se alegran de recibirlos si luego andan contando por las esquinas que, en el fondo, es un cansancio y un estorbo y que están “contentos cuando llegan, pero alegres y felices cuando se van”.
La vida es tan corta, los hijos se han ido tan lejos, los nietos crecen sin escuchar las nanas y viejas historias de los abuelos… que siento que estas semanas compartidas con todas mis niñas son lo mejor de todo el año; mejor que los viajes, mejor que las fiestas, mejor incluso que los silencios tranquilos leyendo un buen libro con mi perrillo a mis pies.
Mirando a mi hija volver a ser niña y compartir un cuento con su bebita de veinte meses me ha llenado de la profunda – y efímera- felicidad de sentir que algo hice bien en algún momento de hace más de treinta años. Y mi nietecita, ese ángel/pajarito de ojos vivaces, cabello rubio y corazón inocente me transmite con tan sólo una intensa sonrisa una corriente de amor y cariño que no tengo palabras para explicarlo…
Mirando a mis niñas jugar entre sí, hacer tonterías, tirarse por el suelo, las grandes y la pequeñita, me ha provocado el deseo inmenso de mezclarme con ellas, volver a ser niña yo también y dejarme de tanta tonteria absurda de quejas por el “trabajo” de ser madre y abuela.
Y a los/las quejicas… ¡que no os falten nunca!
En fin.
LaAlquimista
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