Desde hace muchos años paso el mes de Agosto sin moverme de mi casa; no obligada por imperativo laboral alguno a tomar vacaciones a la vez que la marabunta, soy de las que prefiere tomarse las cosas con calma y “hacer guardia” mientras el resto huye despavorido de la ciudad.
Pero el mes de agosto incluye una “semana grande” con fastos populares que suscita emociones de amor-odio según quién sea el entrevistado, porque no es lo mismo quedarse a disfrutar que quedarse en la ciudad a trabajar aplastado por el “disfrute” de los demás.
Justo ayer mismo hacíamos resumen un grupo de mujeres y qué verdad es que cada uno ve la feria según le va en ella. Desde el horror a la multitud que empuja a encerrarse en la “cueva” personal hasta el desmadre cotidiano y nocturno de bares, fuegos, conciertos, copas y trasnoche más o menos divertido.
¿Qué mueve a unos a escapar del ruido y la muchedumbre que atrae a otros hacia lo mismo como polillas a la luz? ¿Es cuestión de edad? ¿De posicionamiento personal? ¿De tener muchos o pocos amigos?
La Semana Grande donostiarra ha superado un año más el desafío de salir a divertirse para que no te llamen sociópata o por lo menos de “dar una vuelta para ver el ambiente”, ese pasatiempo tan de aquí que consiste en ir a mirar vestido de punta en blanco.
Digamos que apenas me he movido del barrio; digamos que llevo muchos años en fase “odio las multitudes”; digamos que he cambiado -para bien o para mal- mis prioridades de ocio o digamos -para ser justa- que me he hecho mayor sin eufemismos.
Sin embargo, tengo amigas de mi edad que no perdonan una, que siguen al pie del cañón saliendo cada noche al jolgorio citadino, que trasiegan cubatas con la naturalidad de un tiempo pasado aunque al día siguiente tengan un resacón de padre y muy señor mío. Y también tengo otras incluso más jóvenes que yo que cierran puertas y ventanas para no tener que soportar el ruido que viene de la calle aislándose en su propio mundo de bienestar silencioso elegido.
Ahí está el amigo sesentero -de sesenta años- que me insiste para no quedarme en casa aduciendo que la juventud se pierde si el espíritu de jolgorio se marchita; y ahí está el otro amigo todavía en los cincuenta que no sale a la marcha de la noche ni aunque le apunten con una pistola.
¡Qué verdad es que cada quien busca su feliz apaño a su manera! Y con todo el derecho del mundo faltaría más!; por eso me rechina bastante que los mercachifles nos quieran vender el concepto “felicidad” lleno de música, risas, cuadrilla de amigos, alcohol y saltos por doquier. Miro algunos anuncios de la televisión y percibo el frenético ritmo explícito o subliminal en todo aquello que nos quieren colocar, que es la vida a fin de cuentas.
Supongo que muchos pican como yo misma hice en su día. Luego llega un momento en el que decides ir por el carril contrario y como no hay apenas sitio en las “autopistas y autovías” de la vida, no queda más remedio que explorar carreteras secundarias sin áreas de descanso abiertas las veinticuatro horas.
El barrio comienza a recobrar su perfil tumultuoso habitual después del paréntesis que lo ha convertido en un pequeño oasis; los huidos de agosto vuelven al trabajo, a la rutina. Es el momento de viajar a “mi otro mar” de nuevo donde se van vaciando hoteles y playas, los mojitos vuelven a servirse en vaso de cristal y aparece la calma de septiembre como el preludio del fin de la “tortura” veraniega. Al final, cuando uno es absolutamente libre de su vida y su tiempo, es un gran placer moverse a favor del viento…
La vie est belle!
LaAlquimista
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** Imagen del “desembarco pirata” en el muelle donostiarra y prueba de que los milagros existen: no se ha ahogado nadie.