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Cecilia Casado

A partir de los 50

Sola ante la Semana Santa

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Quién me ha visto y quién me ve. Para que luego digan que el ser humano no cambia y que somos de piñón fijo, siempre haciendo lo mismo sin explorar posibilidades o arriesgar comodidades. Que llegan estas fiestas –o cualesquiera otras- y a mí no se me despeina el flequillo cuando hasta hace unos años me desmelenaba por hacer el viaje soñado o poner pies en polvorosa huyendo de la rutina del trabajo, del aburrimiento de la ciudad, en una “espantá” digna de tiempos truculentos, una especie de exilio temporal del que siempre se vuelve antes de lo previsto.

Vamos, que me quedo en casa, tan ricamente, contando los maravedíes que me ahorro evitando la “temporada alta” primaveral que es cuando todos van a la vez al mismo sitio y el dueño del sitio –que es muy negociante y/o muy poco honesto- duplica los precios para poder pagar la mitad a quienes contrate y, si las cuentas no fallan, ganar cuatro veces más que en “temporada baja”. Qué pena me dan, de verdad.

Las amigas y los amigos que todavía están en edad de cotizar ya se han ido dejando tras de sí una polvareda de despedidas por whtasapp. Yo les he deseado que regresen con bien que es lo que importa. Las amigas y amigos que están tranquilamente en casa disfrutando del hecho de que cada día de su vida es víspera de fiesta (como es mi caso también), me llaman o son llamados para dar un paseo tranquilo, quizás ver una película, poco más aparte del gusto por la charla y la compañía.

Son cinco días festivos, cinco, en los que el mundo se para –mi pequeño mundo- y soplan vientos extraños a los que hay que habituarse sin solución de continuidad. El bar de abajo ha cerrado –porque sus dueños no le deben nada al banco de la esquina- y como que no me apetece tomar café en un sitio donde no me digan al entrar: “buenos días, Cecilia; ¿cortadito con espuma?”.

Pero mucho antes del café ya siento que algo ha cambiado. El silencio: el ascensor que no se mueve apenas, los portazos ausentes a primera hora, los niños que no gritan y las abuelas que no suben y bajan atareadas con sus carritos de la compra. Los obreros de la obra de al lado –siempre hay una obra en el horizonte- tampoco están. También ellos se han ido lejos y hasta mi perro da vueltas por la casa olfateando el cambio. Desde ayer que duermo ocho horas sin sobresaltos, qué delicia.

Bajo a pasear a Elur y veo mi coche aparcado en solitario donde siempre hay bofetadas para estacionar. Es la prueba tangible de la fuga de gentes. Mi pequeño coche rojo tan solo, evidenciando que yo no me he ido, extraña entre los ausentes, extraña en mi barrio y en mi casa, ¿a qué puerta llamaré si me falta una cebolla o tengo un bajonazo de tensión?

Esto sí que es soledad y no lo que escriben los poetas. La ausencia de ruido. Hasta el vecino tocanarices con sus músicas infumables a decibelio partido se ha ido estos días fuera. No oigo nada, no escucho la vida de hormiguero a la que estoy acostumbrada y cuando miro por la ventana hay como una desolación ahí afuera, apenas circulan coches por el paseo, el parque está casi desierto, también se han ido los paseantes de perros, se los habrán llevado al pueblo con ellos o los habrán dejado vaya usted a saber con quién y de qué manera.

Abro el frigorífico para constatar que no me moriré de hambre en este pequeño Apocalipsis de cinco días en el que estoy metida. Mis hijas me consuelan –o acaso se ríen de mí- por Skype…

Me siento rara, me lo confieso, no me apetece mucho hacer como si no pasara nada porque sí que pasa y sé que tengo tan solo dos opciones, dos, a cual más absurda: o deprimirme o lanzarme a la calle a mezclarme con la marabunta de visitantes que están todos ahí, justo en la muga de mi barrio con el centro, los huidos por los pelos de otras ciudades en las que han quedado muchas personas como yo, solas en Semana Santa.

Ya no me divierte, como me divertía en otros tiempos, salir a la caza del turista y socializar a base de señalarles dónde están “los bares de tapas” y explicarles que aquí se dice pintxos. Total, para qué. Si esto es una rueda como la de aquel hámster que metió una hija mía en casa una vez y que nos volvió locas con la evidencia continuada de la inanidad de su existencia. O de la nuestra si lo pensamos bien.

Felices los felices y, por favor, no compartáis fotos por whatsapp al que se ha quedado en casa que es de poco gusto y poca consideración. De verdad. En Facebook e Instagram sí, ahí sí se puede todavía participar en la pequeña feria de las vanidades…

LaAlquimista

Por si alguien desea contactar:

apartirdeloscincuenta@gmail.com

Temas

Filosofía de Vida y Reflexiones. Lo que muchos pensamos dicho en voz alta

Sobre el autor

Hay vida después de los 50, doy fe. Incluso hay VIDA con mayúsculas. Aún queda tiempo para desaprender viejas lecciones y aprender otras nuevas; cambiar de piel o reinventarse, dejarse consumir y RENACER. Que cada cual elija su opción. Hablar de los problemas cotidianos sin tabú alguno es la enseña de este blog; con la colaboración de todos seguiremos creciendo.


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