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Ignacio Tylko

Caipiroska

Mi peor experiencia

Son las 4:45 horas de la madrugada en el corazón de Brasilia. Adormilado, bajo a la  recepción del Hotel Mercure Líder, situado a apenas un kilómetro del estadio Nacional Mané Garrincha, donde el sábado Argentina superó  Bélgica. No hay un alma en el hall. Estamos solos un amable recepcionista vestido con el típico traje gris y yo, nervioso y apresurado porque en menos de dos horas despegaba el vuelo que tenía que trasladarme a Belo Horizonte, sede de la semifinal del martes entre Brasil y Alemania.
Surge la conversación típica de un ‘check out’. Frases breves, casi monosílabos. ¿Algo de minibar? No, nada, muchas gracias. Tiene que abonar un ‘breakfast’. Si, los desayunos no están incluidos en las reservas que realizan los medios de comunicación para sus enviados especiales al Mundial a través de la FIFA. Saco la tarjeta de crédito, pago 35 reales (al cambio unos 12 euros) y me entrega la factura sin necesidad de requeriral. ¿Puede pedir un taxi para que me traslade al aeropuerto?, le pregunto. No hace falta señor, ahí fuera tiene uno. Muchas gracias y buen día.
De pronto, cuando ya me giro con el maletón a cuestas y el macuto en el que llevo el ordenador portátil y la documentación para trabajar, observo que el recepcionista hace unos movimientos extraños, sus ojos quedan en blanco y cae fulminado al suelo. Escucho un ruido seco desde el otro lado del mostrador. Seguramente, se ha golpeado la cabeza contra un suelo frío, aparentemente de marmol.
Salto el mostrador pero no puedo hacer nada por reanimarlo. Corro hacia el restaurante pero no hay nadie. Todavía falta una hora y media para abrir el desayuno. Grito pero nadie contesta a esas horas intempestivas. El hotel está repleto de hinchas argentinos que duermen tras muchas horas de fiesta y alcohol por la celebración del pase a semifinales. Baja al fin otro huésped, un trabajador brasileño que debía volar a las siete de la mañana hacia Sao Paulo. Observa la escena, busca por los despachos pero todos están cerrados. Seguimos sin encontrar a ningún otro trabajador del hotel. El recepcionista yace inconsciente. No llegó al aeropuerto. Me siento impotente. Le urjo al taxista para que llame a un médico.  Así lo hace mientras guarda mi valija en el maletero de su viejo Chevrolet. Confío en que, por los gestos extraños que hizo antes de caer fulminado, sea un ataque de epilepsia y pueda recuperarse. No sé si es una parada cardiaca.
Escribo estas líneas en estado de schock. Sinceramente, me importa ya muy poco cómo enfocar la previa del Brasil-Alemania. Ante experiencias de este tipo, uno sólo valora la vida y tratar de escapar del estrés y la ansiedad. Confieso que después de treinta años viajando por el mundo, nunca me había sentido tan mal, ni tan incapaz. Pura inutilidad. Quien fuera médico y no un vulgar periodista. La vida no tiene precio.

La amargura de un periodista inútil que no puede socorrer a un recepcionista de hotel que yace inconsciente.

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