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Carlos Rilova

El correo de la historia

Steven Spielberg se pone serio, o lo que el historiador vio y no vio viendo “Lincoln”

Por Carlos Rilova Jericó

Como muchos otros no he podido sustraerme al bombardeo publicitario asociado con la película “Lincoln”. El nuevo experimento cinematográfico de un hombre, Steven Spielberg, que desde hace ya tres décadas ha hecho todo lo posible por cautivar nuestra imaginación y, ya de paso, hacerse millonario.

Salvo fiascos sonados -pongamos por caso “Amistad” que, después de todo, no era tan mala película, y fue una especie de ensayo de “Lincoln”, o “Caballo de batalla“- está claro que el señor Spielberg se ha ganado un sólido prestigio y una fama de rey Midas de Hollywood -más o menos compartida con su amigo George Lucas- que hace oro de todo aquello que toca, y eso, naturalmente, se ha transformado en ese rodillo publicitario en el que invierten, casi sobre seguro, los productores de sus películas y que hace así casi imposible no ir a verlas.

Ya sean la mencionada “Caballo de batalla”, que pasó sin pena ni gloria por nuestras pantallas hace un año, ya sean películas reverenciadas y aclamadas como “Lincoln”, que ha conseguido atraer el público más variado y numeroso que se pueda imaginar desde que fue estrenada en Estados Unidos poco después de las elecciones de otoño de 2012.

Fue así como fui a ver “Lincoln” apenas la habían estrenado en estas latitudes europeas. Para saber qué contaba el señor Spielberg. Esta vez sobre Lincoln, la abolición de la esclavitud, la guerra civil americana y cosas así que, claro está, nos interesan a los historiadores y a los que nos leen.

La cosa no estuvo mal, y además se ha convertido en una estupenda excusa para el artículo de este lunes (esa era mi intención, desde luego, para qué negarlo).

Lo que más me sorprendió de todo lo que vi en la gran pantalla es que el señor  Spielberg hubiera preferido esta vez centrarse en un drama de altura elaborando una obra de madurez con interpretaciones apabullantes como la de Daniel Day-Lewis o Sally Field, y en la que, incluso, se desmitifica al presidente del billete de cinco dólares, mostrándolo como un político de la época, que -para sacar adelante la decimotercera enmienda, la que abolía la esclavitud- hasta acepta tener tratos con una de las especies más siniestras de la política parlamentaria del siglo XIX -en Inglaterra, en España, en Estados Unidos o en cualquier otro país que en esas fechas contase con un parlamento-, los muñidores de votos, la gente que compraba votos a cambio de determinadas prebendas. A saber: dinero, favores políticos y un largo etcétera que pautó la política de nuestros tatarabuelos o consiguió dejarlos al margen de ella. Por esa vía tan seria, pero, aún así, no exenta de muchos golpes de humor (atentos al habla soez de honestos ciudadanos que van a pedir favores al presidente o a la escena en la que el más golfo de los muñidores está punto de ser tiroteado por uno de los diputados que tiene que comprar), Spielberg, curiosamente, ha contado su versión de esa Guerra de Secesión desdeñando otros episodios de ella que, sin duda, le hubieran seducido en sus etapas anteriores de cineasta y habría llevado al celuloide sin pensárselo dos veces

Caso, por ejemplo, de la aparición en ese conflicto de barcos acorazados y movidos por medio de máquinas de vapor que superaron a todo lo que se había visto hasta ese momento en asuntos de guerra naval.

Se trataba de artefactos que parecían salidos -como apreciarán por lo que aquí les voy a contar en imágenes y en palabras- de la imaginación de uno de los autores de moda en aquellas fechas, el francés Julio Verne. Su historia, en efecto, lo tenía  todo para haber impresionado a un Steven Spielberg más joven, el de “Encuentros en la Tercera Fase” o el de “Tiburón”…

Hay, en efecto, en historias como la de los primeros acorazados sudistas y nordistas -respectivamente el Merrimac y el Monitor– elementos con los que se ha hecho el cine de Spielberg: máquinas, hombres en situaciones límite, aventuras en alta mar y un fin heroico y trágico en ambos casos, de los que sobrecogen y emocionan hasta las lágrimas que también han abundado mucho en el cine de Spielberg…

Sin embargo, y al menos de momento, el señor Spielberg ha pasado olímpicamente de una historia para él tan sabrosa en otro tiempo. Poniéndose, debo insistir, verdaderamente serio a la hora de contar desde una perspectiva casi inédita la Guerra de Secesión.

Aunque no deberíamos perder, de todos modos, la esperanza de ver algún día otra película firmada por el señor Spielberg -¿o quizás una serie de televisión como “Hermanos de sangre” o “The Pacific”, secuelas de otras películas serias suyas como “Salvar al soldado Ryan”?- sobre ese gran salto tecnológico que se dio -o se intentó dar- durante la Guerra de Secesión.

Como se puede apreciar en “Lincoln” -que realmente merece el éxito y el prestigio que está cosechando- al rey Midas de Hollywood no se le ha pasado por alto la dimensión tecnológica de la Guerra de Secesión. Es lo que se puede deducir, por ejemplo, de la escena del sueño que Lincoln cuenta a su mujer, en la que se ve a sí mismo sobre la cubierta de un barco -más parecido al Monitor que a uno de los navíos comunes todavía en la época-, lanzado a toda velocidad hacia un futuro desconocido y aterrador. Es también delator a ese respecto el protagonismo que Spielberg da al barco fluvial de palas que sirve de cuartel al Estado Mayor del general en jefe unionista Ulysses S. Grant acantonado en City Point, antes de la última ofensiva de la Guerra de Secesión, la de la primavera del año 1865.

Hasta que ese día llegue, para los que puedan echar de menos al Spielberg de “Encuentros en la Tercera Fase” o “Tiburón” y encontrarse incómodos con el que ha facturado magníficamente “Lincoln”, hablemos un poco de esos artefactos navales que surgieron de una guerra que, como se deja ver en parte en este “Lincoln” de Steven Spielberg, sirve de frontera entre conflictos dotados aún de cierto romanticismo y heroísmo de pose enfática -como la del general Burnside que ilustra estas páginas, más propia de un grabado del siglo XVIII-  y las aterradoras guerras mecanizadas que llegan después de ella en un crescendo que ha acabado con armas capaces de borrar todo rastro de vida humana de la superficie del planeta.

Una perspectiva que hace que el Merrimac y el Monitor, casi resulten ingenuos comparados con lo que vino después.

De hecho, la misma publicación francesa de la que he extraído ese grabado en pose heroica del general Burnside, “Le voleur” -viejo aliado de este correo de la Historia-, ofrecía en el siguiente número al que publicó esa pequeña reseña biográfica sobre él -el de 30 de enero de 1863- un extenso reportaje del fin del acorazado yankee Monitor en ese año de 1862, poniendo al descubierto sus grandes fallos.

El primero de todos ellos el de estar dotado de un casco y una superestructura que hacían muy difícil que pudiera resistir un gran temporal en alta mar como el que, de hecho, se lo llevó por delante. Inundando su curiosa estructura -más propia de una embarcación fluvial que de un barco que tuviera que navegar en alta mar, en medio de temporales con mar gruesa-, hasta alcanzar las calderas que lo mantenían en marcha, dejándolo convertido así en una especie de pecio, en una nave sin gobierno, que, naturalmente, acabó yéndose a pique mientras su aterrada tripulación era evacuada en los botes salvavidas de barcos más convencionales como el Rhode-Island que acudió a prestarle ayuda.

Así acababa la historia de uno de esos primeros acorazados que, pese a ese  tipo de fallos que el corresponsal de “Le voleur” recibe con cierto alivio -el de un leal periodista del Segundo Imperio francés temeroso de que Francia se viera desbordada militarmente-, se acabarían haciendo los dueños del Mar -y con él de la política internacional- de la segunda  mitad del siglo XIX y gran parte del XX hasta que las armas atómicas los superan.

No puede decirse que aquel fuera un experimento totalmente en vano. El Monitor  tuvo tiempo de hacer cierto curriculum guerrero antes de que el mar se tragase su aún experimental estructura náutica.

Lo más sonado de todo fue su combate con su equivalente confederado durante la batalla naval de Hampton Roads, desarrollada entre esos dos acorazados y otros barcos convencionales los días 8 y 9 de marzo de 1862 y que podemos ver representado aquí en una estampa un tanto ingenua -pero aún así efectista-, utilizada para fabricar una de las habituales tarjetas postales publicitarias de comienzos del siglo XX, que fue remitida en 14 de marzo de 1909 a un médico de Amiens por -presumiblemente- un colega yankee de Indiana.

El resultado de la batalla quedó indeciso, pero demostró al mundo entero que había nacido una nueva forma de hacer la guerra con barcos completamente acorazados y dotados de Artillería que podía disparar en todas las direcciones por medio de un mecanismo giratorio. El mensaje fue recibido en Francia, en Gran Bretaña… Y también en España. Apenas diez años después de que concluyera la Guerra de Secesión la Armada española contaba con un barco de la clase “Monitor” que, por sí solo, consiguió dejar fuera de juego en el Cantábrico a la más teórica que real Armada carlista de los años 1873 a 1876. Como ya nos contó en su día Juan Pardo San Gil en uno de sus artículos sobre Historia naval que podrán encontrar colgado en  la red de redes.

Gracias a eso, en buena medida, el ejército liberal pudo romper los asedios de Bilbao y de San Sebastián en los que ya se preludiaba -sobre todo en esta última ciudad- la siguiente guerra entre europeos de la Era Industrial. Una en la que las reservas de material bélico producidas a escala industrial y las redes de trincheras -como el laberinto que defiende lo que hoy es la mayor parte del San Sebastián del Ensanche- ganan la partida frente a enemigos más románticos, que aún no se han hecho cargo de que el mundo de la revolución industrial les ha ganado por la mano. Como les ocurre a esos elegantes caballeros sureños que negocian con Lincoln a bordo de un barco de vapor o se rinden ante el general Grant en los juzgados de Appomattox al final de esa gran película en la que Steven Spielberg ha sabido ponerse serio sin dejar de ser entretenido.

 

Un paseo por el pasado

Sobre el autor

Carlos Rilova Jericó es licenciado en Filosofía y Letras (rama de Historia) por la Universidad Autónoma de Madrid y doctor en Historia Contemporánea por la Universidad del País Vasco. Desde el año 1996 hasta la actualidad, ha desarrollado una larga carrera como investigador para distintas entidades -diversos Ayuntamientos, Diputación de Gipuzkoa, Gobierno Vasco, Universidad del País Vasco...- en el campo de la Historia. Ha prestado especial interés a la llamada Historia cultural y social, ahondando en la Historia de los sectores más insignificantes de la sociedad vasca a través de temas como Corso y Piratería, Historia de la Brujería, Historia militar... Ha cultivado también la nueva Historia política y realizado biografías de distintos personajes vascos de cierto relieve, como el mariscal Jauregui, el general Gabriel de Mendizabal, el navegante Manuel de Agote o el astrónomo José Joaquín Ferrer. Es miembro de la Sociedad de Estudios Vascos-Eusko Ikaskuntza


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