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Carlos Rilova

El correo de la historia

Moda vasca para el año 1815

Por Carlos Rilova Jericó

Si hay algún mito persistente en el País Vasco es el de la existencia de una supuesta vestimenta “de los vascos”, que se ha convertido en un factor clave de esa identidad que, muchas veces, sencillamente, pasa por celebrar el ritual de vestirse unas cuantas veces al año con boina, abarcas y blusón -o pañuelo y basquiña en el caso de las mujeres- para, de ese modo, al parecer, sentirse reforzado en esa supuesta identidad vasca del portador, o portadora, de tales aditamentos de vestuario.

Hace ya años egregios historiadores como Terence Ranger o Eric Hobsbawm advirtieron en un recomendable libro de Historia titulado “La invención de la tradición” que esa especie de manía de inventarse un traje para reforzar la identidad nacional o étnica no es exclusiva de los vascos -a quienes, por otra parte, ni siquiera consideraron dignos de mencionar como un caso más en su libro-, que, por el contrario, esa clase de tradiciones inventadas, con muy poco apoyo en la verdadera Historia, eran bastante comunes en toda Europa.

El caso del que nos vamos a ocupar hoy es una buena prueba de esa clase de afirmaciones que pueden parecer incluso arrogantes si se miran de manera superficial.

Los datos sobre ese caso los obtuve de un proceso criminal conservado en el Archivo provincial guipuzcoano -Archivo General de Gipuzkoa-Gipuzkoako Artxibo Orokorra, para citarlo pos sus siglas oficiales- conservado en el expediente 7 de la caja única para los pleitos llevados ante el Corregimiento guipuzcoano en el año 1815. Ese mismo en el que Napoleón volvió a  aterrorizar a Europa durante cien días…

El acusado era Miguel Antonio de Goiburu, un baserritarra.-un granjero, para los que nos leen más allá de las fronteras del euskera-, que había combatido contra el ocupante napoleónico durante algo más de un año en los regimientos vascos bajo mando de Gaspar de Jauregui -concretamente en el número 1 de Guipúzcoa- y que tenía cierta tendencia -nada bien vista por las autoridades de aquella época- a ocupaciones que le permitían vagabundear. En este caso la de trampero, centrado en el sector del zorro, enemigo jurado, como se sabe, de todos los granjeros que en el mundo han sido. Es decir, los colegas de Miguel Antonio, a quienes él iba ofreciendo este servicio…

Esa vida errante acabó con el interesado siendo pillado con un puñal encima -arma prohibida en aquel entonces como ahora- que dio origen a un grueso proceso en el que se trataba de saber qué había sido de su vida, qué crímenes había cometido, o estaba a punto de cometer, y cosas similares, tan del gusto de unas autoridades tan poco liberales como las forales repuestas por Fernando VII cuando recupera sus derechos de rey absoluto en la segunda mitad del año 1814.

El documento se compone de dos partes cosidas una a otra, tal y como se había ordenado ya desde tiempos de Felipe II para esta clase de documentos.

La primera databa de la villa de Alegría -hoy Alegia-, comunicando al alcalde de Tolosa, el 15 de febrero de 1815, que Miguel Antonio de Goiburu, mozo soltero del barrio de Aldava (sic), estaba detenido en la cárcel de esa villa. Allí lo habían registrado para saber si llevaba con él armas prohibidas y es en ese registro en el que le encontraron aquel delictivo puñal.

Cuando se trata de esclarecer qué es lo que le ha llevado, en tan buena compañía,  a la cárcel, se dice que todo empezó cuando el alcalde mandó salir a Miguel Antonio y a otros de la taberna que estaba en la misma casa del Concejo de Alegría y él se negó a esto. Instado por segunda vez a salir, y darse preso, se volvió a negar y tuvo que ser conducido a la cárcel con ayuda de unos soldados que andaban por ahí y a los que el alcalde ordenó quedarse allí hasta que todos los paisanos (esa es la palabra que emplea el documento) no hubiesen desalojado la taberna.

En eso quedó todo y esa cabeza de proceso no dice más, salvo que se van a iniciar averiguaciones sobre esa levantisca actitud de Miguel Antonio de Goiburu.

Este hombre tan bravo, sin embargo, no reaparecerá en este documento que lo ha salvado, como vemos, del olvido, hasta el 2 de julio de 1816, cuando el teniente de corregidor se entera de que en la villa de Cestona -hoy Zestoa- está preso un hombre de conducta sospechosa, natural de Tolosa, del barrio de Aldava, conocido por el mote de “Palancaria”, de profesión cazador de zorros, prófugo de su domicilio y requerido por el alcalde de Rentería por robo. Eso, y que ha habido más robos en camino cerca de Regil -hoy Errezil-, hacen que “Palancaria” sea examinado de arriba a abajo, dejándonos así, sin querer, una completa descripción de la moda vasca del año de Waterloo…

En efecto, en el folio 2 recto del segundo proceso que se abre contra Miguel Antonio de Goiburu, cuando las autoridades ya ven que el sujeto merece todas sus atenciones paternales, se describe su vestimenta en estos términos: “está bestido de chamarra de Paño pardo de chinchon, chaleco de tripe azul, Pantalon blanco de lienzo, Alpargatas, y sombrero redondo”.

Como vemos gran parte de esa vestimenta -excepto el sombrero redondo y el chaleco de tripe, esa tela de lana que imitaba el terciopelo-, no tiene apenas nada que ver con la imagen tópica que nos hemos formado de una supuesta vestimenta típica “de los vascos”. Es, de hecho, la propia de lo que era Miguel Antonio de Goiburu: uno de los muchos miles de soldados desmovilizados tras las guerras napoleónicas.

De hecho, si nos fijamos bien, limitándonos a reconstruir lo que describe la documentación, tenemos ante nosotros un prototipo de esos soldados desmovilizados que hemos visto muchas veces en las películas con las que Hollywood nos bombardea.

Recordemos, sin ir más lejos, a esos veteranos del ejército confederado que pueblan muchas películas “del Oeste” con sus ajados quepis grises y sus no menos ajadas guerreras, que conservan con ellos como último recuerdo de sus vidas de soldados rebeldes. El aspecto de Miguel Antonio de Goiburu coincide también con el que hemos visto tantas veces asociado a los soldados norteamericanos que, en los sesenta y setenta del siglo pasado, regresan del Vietnam y conservan sus chaquetas verde oliva. Las mismas que, agregadas a vestimenta civil informal -vaqueros, zapatillas, etc…-, usan como símbolo de rebelión contra aquella guerra tan impopular.

En el caso de Goiburu la decisión de conservar, como parece ser que conservó, la guerrera marrón, habitual entre los soldados de los batallones guipuzcoanos de aquellas guerras napoleónicas, parece ser que fue una cuestión de índole práctica. No era un hombre rico. Ni su trabajo en el caserío de Tolosa en el que vive hasta que decide vagabundear trabajando como trampero profesional para cazar zorros, ni esa otra actividad -la de trampero- parecen darle bastante como para proporcionarle un gran ajuar material, según se deduce de las pesquisas del corregidor.

Así pues una buena chaqueta como aquella del uniforme de los batallones guipuzcoanos en los que había hecho la guerra contra Napoleón, sería algo que bien merecía la pena trasponer al mundo civil al que es reintegrado tras la derrota del emperador en la Península, perdiéndose continuar la campaña en Francia que culmina con la toma de Tolouse en 1814, donde regimientos como el suyo, bajo mando de uno de sus antiguos oficiales, el general Mendizabal, pedirán el puesto de honor en el último asalto, registrando las habituales atroces bajas en toda tropa que tomaba una brecha…

En cualquier caso, volviendo al tema de la vestimenta de Miguel Antonio de Goiburu, que es el que hoy nos interesa, todo esto debería bastarnos para desmitificar, de una vez por todas, el aspecto de “los vascos” de hace ahora doscientos años.

Es evidente que no visten boina, una prenda, que, de hecho, no se populariza hasta mediados de ese siglo y eso sólo en ciertas zonas del mundo rural. Goiburu, en efecto, se toca con uno de esos sombreros redondos de ala ancha que tan populares se van a hacer en la época, una vez superada la prohibición de Esquilache, que quería sustituirlos por los de tres picos al filo del año 1766.

Todo su aspecto, en conjunto, puede pasar perfectamente por el de cualquier otro europeo de esa época. Nada lo distingue de ellos. Acaso su calzado, pero todo lo demás es perfectamente homologable con un estilo de vestir homogeneizado, generalizado a ambos lados del Atlántico en esa época.

En el séptimo artículo que publiqué en esta misma página ya hablé de la verdadera vestimenta de los vascos del siglo XIX, esa que hoy muchos creen poder reconstruir con una boina, unas abarcas y un blusón negro -en ocasiones cortado en raso, una tela lujosa completamente incongruente para una prenda de trabajo- y señalaba que el verdadero aspecto de muchos de ellos no desmerecía, en absoluto, de los personajes habituales en las películas que llamamos “del Oeste”. Miguel Antonio de Goiburu, como podemos apreciar por la reconstrucción que he hecho a partir de ese documento del Archivo General en el que quedó plasmada su vida, coincide también plenamente con ese modelo. Este trampero guipuzcoano del año 1815 podía pasar, perfectamente, por uno de los tramperos que cinco años después remontan el Missouri en busca de pieles en territorio indio y cuya epopeya fue recogida en la película “El hombre de una tierra salvaje”.

No cuesta, en efecto, imaginar a Miguel Antonio de Goiburu, con un mosquete entre las manos -otra vez-, marchando entre esos desesperados que siguen a un siniestro capitán que arrastra sobre ruedas su último barco, cargado de cientos de pieles, por ríos aún sin suficiente calado… O poniendo trampas en las Rocosas junto a otro soldado desmovilizado como él y como él también metido a trampero. El interpretado por Robert Redford en otro clásico de esas películas “del Oeste”: “Jeremías Johnson”…

Si algo debería enseñarnos todo esto, en definitiva, es que el traje tan poco elaborado y documentado que muchas veces hemos identificado con “lo vasco” es, sencillamente, una adaptación de prendas de origen foráneo por parte del mundo rural vasco de la segunda mitad del siglo XIX. Una en la que elementos de uso general en Europa y América como el sombrero redondo, o la gorra de paño de gran visera que hoy se ha convertido en supuesto traje “típico” de otras regiones europeas, como la del Flandes francés, son sustituidos por una boina más barata de fabricar y por blusones tejidos masivamente, en serie, -no precisamente en telas nobles, y caras, como el raso- para vestir a miles de trabajadores en toda Europa entre Portugal y Rusia.

A eso se reduce nuestro supuesto traje tradicional que, como vemos, no data de los tiempos de los míticos Amaya y Aitor -ni mucho menos-, sino de lo que se ponían los pobres del País Vasco de mediados del siglo XIX para ir a trabajar.

Así las cosas, como hoy ese mismo País Vasco es un rico territorio de la Unión Europea, incluso a pesar de la crisis, quizás sería conveniente que se revisará esto del supuesto “traje tradicional vasco” de cara a próximas ferias de Santo Tomás o Fiestas euskaras, decidiendo si los participantes en esos eventos se van a vestir como “batos” o “jebos” -“aldeanos”, para los que nos leen más allá del euskera- de hacia 1860 o 1890 -hasta ahí iríamos más o menos bien con las versiones más elaboradas de los trajes que se ven por las calles esos días-, o bien de 1815 -ahí, como lo demuestra el atuendo de Miguel Antonio de Goiburu, lo tendríamos más difícil-, o bien del siglo XVIII, donde ya tendríamos un grave problema porque, como lo indica la documentación disponible, los campesinos vascos de esas fechas tendían a presentarse en público como verdaderos figurines a la última moda, con casaca, espadín de vestir, chupa, calzón, zapatos de hebilla, sombrero de tres picos, etc… Tal y como los describe, por ejemplo, el presbítero Joaquín de Ordóñez en su estudio sobre el San Sebastián de mediados de ese siglo.

Recuerden que, cada vez más, las comunicaciones, también cada vez más rápidas -aviones, trenes de alta velocidad…-, hacen que el País Vasco sea visitado por más y más gente de países donde tienen esto mucho mejor organizado. Aunque sólo sea por no desmerecer frente a esos visitantes se debería, en efecto, repensar esto del supuesto “traje tradicional vasco”, aprender de casos como el de Miguel Antonio de Goiburu, que es sólo uno entre muchos otros aún por descubrir e investigar para escribir el verdadero capítulo vasco de la Historia de la moda.

Un paseo por el pasado

Sobre el autor

Carlos Rilova Jericó es licenciado en Filosofía y Letras (rama de Historia) por la Universidad Autónoma de Madrid y doctor en Historia Contemporánea por la Universidad del País Vasco. Desde el año 1996 hasta la actualidad, ha desarrollado una larga carrera como investigador para distintas entidades -diversos Ayuntamientos, Diputación de Gipuzkoa, Gobierno Vasco, Universidad del País Vasco...- en el campo de la Historia. Ha prestado especial interés a la llamada Historia cultural y social, ahondando en la Historia de los sectores más insignificantes de la sociedad vasca a través de temas como Corso y Piratería, Historia de la Brujería, Historia militar... Ha cultivado también la nueva Historia política y realizado biografías de distintos personajes vascos de cierto relieve, como el mariscal Jauregui, el general Gabriel de Mendizabal, el navegante Manuel de Agote o el astrónomo José Joaquín Ferrer. Es miembro de la Sociedad de Estudios Vascos-Eusko Ikaskuntza


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