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Carlos Rilova

El correo de la historia

Águila Roja cabalga de nuevo. Historia e historias sobre hidalgos, samuráis, share de pantalla y gente del siglo XXI disfrazada (1614-2013)

Por Carlos Rilova Jericó

Ahí estaba el lunes de la semana pasada. Impávido. Como corresponde. a un héroe justiciero de la estirpe del Zorro, el Llanero Solitario, Robin  Hood y, para los especialistas en la materia, Rebecca o el Capitán Swing.

Sí, Águila Roja había vuelto a la pantalla de la mano de la Televisión pública española. Eso a pesar de los recortes presupuestarios con los que se está convirtiendo a España en un estado vasallo de la “Gran Alemania” de la canciller Merkel, que, parece, va a conseguir lo que Napoleón, su hermano y su  más o menos lamentable corte de  afrancesados no consiguieron hace ahora exactamente doscientos años.

La vuelta al “prime time” de la serie “Águila Roja ”, que se daba ya por pérdida para sus millones de fieles seguidores a causa de las imposiciones berlinesas, causó conmoción y terror en las principales cadenas de TV privadas -Tele 5, Antena 3…- que, al parecer, no sabían con qué contrarrestar todos los atractivos que un gran público parece encontrar en esa serie de televisión que arrasa audiencias. Es decir, las volteretas ninjoides de David Janer, la mala baba del Comisario, los chascarrillos de un siempre impagable Javier Gutiérrez -ese traficante de armas italiano en “La boda de Alejandro y Ana”, ese policía de provincias con tendencia a la violencia desaforada en “Torrente 3”…-, la perfidia de nuestra particular milady Myriam Gallego…

Lo cierto es que, desde el punto de vista del historiador, resulta difícil comprender el pavor de la competencia de TVE ante el regreso, cada lunes, de “Águila Roja”, pues con el mismo dinero -o menos- que el que gasta  TVE en producir esa serie, se podrían hacer dos o tres mejores que esa de la que se reían hace una semana algunos tuiteros verdaderamente graciosos -@fred_SSC, @Sinmiescudo, @laquintacolumna, @MRInsustancial…- por su zafia ambientación histórica. 

Naturalmente los ejecutivos de televisión dirán -y con razón-, que, a lo mejor, eso de hacer series mejores que  “Águila Roja” que, además, tengan éxito comercial, con rigor histórico o sin él, es más fácil de decir que de hacer. Ciertamente. Sin embargo, si examinamos de cerca el secreto de ese éxito, descubriremos que, quizás, no había para tanto.

Veamos los detalles de ese interesante asunto histórico. Para empezar “Águila Roja” tiene éxito porque tiene todos los elementos de un buen folletín. Es decir, los ya descritos en “El superhombre de masas” por un verdadero especialista en la materia. No otro que el profesor Umberto Eco, que ya hace muchos años demostró que uno se podía hacer millonario -haciendo aún más millonario a su editor- combinando tres o cuatro elementos básicos. A saber: intriga en una época más o menos exótica -la Edad Media, la Francia del cardenal Mazarino…- con pasadizos ocultos, malos pérfidos y dueños de un poder omnímodo, una pequeña hermandad de héroes que -solos contra las injusticias del Mundo- los desafían, algo de sexo bien administrado y un sutil mecanismo de ”continuará”, dejando al, o los, héroes al borde del abismo del que sabemos saldrán en el capítulo siguiente, pero queremos saber cómo lo harán.

Así las cosas, como “Águila Roja” cuenta con todos esos elementos propios del folletín, da igual que sus decorados sean de cartón piedra, o que un especialista en artes marciales -metido a vengador justiciero en la corte de Felipe IV- tenga o no tenga mucho sentido histórico. El éxito está asegurado hasta que el público se canse de ese efecto folletín y su “suspensión de incredulidad” sea desafiada demasiadas veces por los conspicuos guionistas de la serie. Algo que no tiene por qué pasar en unos cuantos años… para alivio de dichos guionistas y solaz de los ejecutivos del Ente Público de Televisión.

Por lo tanto, asegurado ese mínimo, “Águila Roja” tiene bula histórica, por así decir, para, por ejemplo, que aparezcan en ella niños muy graciosos y muy monos que, a pesar de estar encuadrados en la categoría “plebeyo” -con la que se fustiga a los personajes de la trama que esperan ávidos la llegada del vengador justiciero-, lleven un objeto tan raro -y tan de lujo- en la Europa del XVII como lo son las gafas de montura completa. Eso aparte de acudir -como si tal cosa- a una escuela para que se les saque del elevado porcentaje de analfabetos que llenaba los ejércitos, campos, dehesas y barcos de la Europa de esas mismas fechas.

Con todos los elementos del folletín en su saco, “Águila Roja” puede dejar, también, que su máximo protagonista se pasee sin sombrero por las calles del Madrid de cartón piedra en el que transcurre gran parte de la serie. Con eso se garantiza, aparte de que al actor se le reconozca bien -cosa muy importante para su futuro profesional-, que más y más señoras y señoritas se enganchen cada lunes, suspirando, al televisor para verle a él con la excusa de ver “Águila Roja”. Sin importarles, lo más mínimo, estar viendo en pantalla algo tan absurdo como, por poner un ejemplo, un cowboy de 1880 montado en una moto todoterreno. Pues más o menos a eso equivaldría salir a la calle con la cabeza descubierta en la Europa del siglo XVII. Algo que sólo haría un hombre sin honor -si era noble- y sin honra si era plebeyo. Algo que, en cualquier caso, le iba a acarrear, invariablemente, el ser señalado con el dedo e injuriado por los más graciosos de la villa con los que se cruzase esa mala tarde en la que decidió salir a la calle destocado…

Si dejamos de lado la cuestión del protagonista masculino al que visten no como se vestía en el siglo XVII sino, sobre todo, para que se le vea bien visto, y pasamos a la protagonista femenina, nos encontramos con más de lo mismo. Ahí lo importante, una vez más, no es el rigor histórico del traje de la escultural Inma Cuesta, sino que los hombres podamos demostrar, por enésima vez, lo simples que somos, preocupados sólo de ver, bien vista, a la “prota” de “Águila Roja”. Por ejemplo luciendo su bello empeine -y no menos bello tobillo- calzado con alpargatas de tacón de cuña (¡!), sus también bellos hombros al aire y su espléndida melena azabache sin nada que la cubra. Ni el más mínimo tocado o arreglo del pelo. Todo ello sin que los hombres con los que se cruza por esas ya características calles de cartón piedra marca “Águila Roja”, le hagan proposiciones deshonestas a cada paso. Tal y como sí hubiera ocurrido en el verdadero siglo XVII, en el que ya se sabía lo que había con una mujer que llevaba el cabello suelto en la calle y enseñaba hombros y alguna cosa más a la vista de todos…

Y ahora, dicho todo esto, sería bueno preguntarnos -ejecutivos rivales de TVE, el inocente público televisivo, historiadores amargados…-, ¿es necesario hacer las cosas de manera tan zafia para tener éxito, agarrándose a las tres o cuatro claves del folletín de éxito vestidas deprisa y corriendo con guardarropía de ocasión?. La experiencia demuestra que la respuesta bien puede ser “no”.

Por no irnos demasiado lejos del caso “Águila Roja” pensemos, por ejemplo, en la adaptación a la televisión de “Shogun”, la novela de James Clavell. O en la serie de cómic “Las siete vidas del gavilán”. En especial en el volumen 4, dedicado a un sacerdote -el hermano Hyronimus- que ha vuelto desde Japón a la Francia de principios del siglo XVII empapado de aquellos peligrosos ritos malabares que la Iglesia perseguirá con saña. Aparte de con todo un bagaje en el manejo de la espada samurai…

Ambos productos, salvo algún que otro detalle, están magníficamente ambientados. Tanto que quien vio la serie de televisión o leyó los cómics, aparte de entretenerse un buen rato, aprendió algo, se enriqueció y no se degradó y embruteció, como ocurre con series como “Águila Roja”. Hechas, tal vez, con la mejor intención para todos pero con un pésimo resultado para su público que, como decía alguno de los tuiteros arriba mencionados, acabará confundiendo, y con razón, “Los Serrano” con “Águila Roja”, perdiéndose en un laberinto mental en el que se mezclarían los hombres de Atapuerca con Viriato saliendo de vacaciones en un “Seiscientos” abarrotado y desde cuyas ventanillas se podría oír a Felipe IV interpretando el gran éxito de Manolo Escobar “Qué viva España” con acompañamiento de viola de gamba…   

Y es que, en efecto, la hoy atemorizada competencia de TVE tendría que saber que no sería nada difícil hacer algo mejor que “Águila Roja”, aplicando esas reglas básicas del folletín a la mera realidad de la España del siglo XVII, que supera cualquier delirio de los guionistas peor informados. Incluso de los que, como vamos a ver hoy mismo en el nuevo episodio de “Águila Roja”, se inventan minas de diamantes nada más, y nada menos, que en ¡¡Inglaterra!!…

Por ejemplo fíjense -si es que no lo han hecho ya- en el caballero de la imagen que ilustra este nuevo artículo desde su comienzo. Haré las presentaciones. Se llamaba Hasekura Tsunenaga. Fue un personaje histórico que visitó España durante el reinado de Felipe III, padre de Felipe IV. En el año 1614 lo sacó del puerto de Veracruz la flota que mandaba Antonio de Oquendo. Aquel almirante guipuzcoano del que, por cierto, también se podría hacer una magnífica serie de televisión y del que habrá que hablar en esta página algún que otro día, para reivindicar su maltrecha posteridad. Más que nada porque ese sueño de nuestra razón histórica, produce hoy monstruos como los que se ven en “Águila Roja”…

Pero volvamos con Hasekura. Fue puesto sano y salvo en Sevilla en octubre de 1614. A partir de ahí se le recibió con todos los honores y miramientos debidos a un embajador, que es lo que él era. Se le llevó así con su estrambótico séquito de samuráis y bonzos a ver la Giralda, que admiró mucho. No menos admirados debieron quedar los miembros del cabildo sevillano cuando el embajador Hasekura les entregó unas espadas “llamadas catanas” junto con otros presentes muestra de buena voluntad. Espadas que uno de los miembros del cabildo sevillano, Diego Ortiz de Zúñiga, sugirió enviar, con lo demás que traía Hasekura Tsunenaga, a su majestad Felipe III. Cosa que al final no se hizo, quedando esas espadas en el archivo sevillano, de donde desaparecieron no se sabe cuándo. Tal vez durante la rapaz ocupación napoleónica…

Fue también el caballero Ortiz de Zúñiga el que sugirió que se enviase cuanto antes a Madrid a Hasekura y su séquito, que demostraron ser un gravoso gasto para Sevilla en las semanas que pasaron allí.

Un consejo que esta vez sí fue oído, iniciando así esa peculiar embajada un largo peregrinaje el 25 de noviembre. Primero fueron recibidos en el Madrid de Felipe III, donde dejaron a los madrileños convenientemente admirados. Allí se alojaron durante ocho meses en el convento de San Francisco y Hasekura se hizo cristiano, bautizado con un padrino tan ilustre como el duque de Lerma, valido del rey. Hecho del que, además, fue testigo Ana de Austria, futura reina de Francia y también futura protagonista de “Los tres mosqueteros”. Como el gasto y el propósito de la embajada de Hasekura Tsunenaga no convencían precisamente a Felipe III, de allí se les remitió a Roma, a ver al Papa, y establecer relaciones diplomáticas con él. Un periplo que, entre agosto de 1615 y octubre de ese mismo año, llevó a Hasekura a Zaragoza y de allí a Barcelona donde tomará un barco que recalará en Saint-Tropez, para echar finalmente el ancla en Civitavecchia, el puerto de los Estados Pontificios…

Nos cuenta Juan Gil en su magnífico libro “Hidalgos y samuráis” -que es donde se pueden leer estos datos y muchos otros más- que Hasekura también maravillará a Roma. Desde el Papa, que exclama al ver el séquito nipón “Bella cosa, bella cosa”, hasta abajo, pasando por los cardenales. Tan sólo el embajador español ante la Santa Sede estuvo ausente. Tal vez, especula Juan Gil, porque la corte de Felipe III no sabía muy bien qué hacer con tan exótico embajador como Hasekura. Salvo librarse de él cuanto antes y con el menor compromiso posible. Cosa que, en efecto ocurrió, como lo delata el gris recibimiento que se le dio a su vuelta a la villa y corte…

A pesar de que el detallado estudio de Juan Gil dice muchas cosas más, supongo que no hará falta contarlas para que nos demos cuenta de que, sin duda, hay fabulosas historias como la de esta embajada japonesa a la Europa del siglo XVII en la que encontraremos todo lo que necesita un buen folletín histórico de éxito. Exotismo, ciudades llenas de espadachines como la Sevilla o la Roma del siglo XVII, validos siniestros y poderosos como el duque de Lerma, reinas desgraciadas como la Ana de Austria que, dicen, sufrirá al cardenal Richelieu, marcos incomparables como Saint-Tropez…

En fin, tal vez demasiado como para seguir derrochando el talento de buenos actores y actrices y dinero público en series como “Águila Roja”. Un éxito, sí, pero que seguramente vamos a pagar muy caro a corto y medio plazo con una ignorancia y embrutecimiento colectivos que -también casi seguro- no van a traer nada bueno a un país con una imagen exterior ya de por sí cutre desde hace años. Problema que, sin embargo, como vemos, tiene un remedio relativamente fácil…

Un paseo por el pasado

Sobre el autor

Carlos Rilova Jericó es licenciado en Filosofía y Letras (rama de Historia) por la Universidad Autónoma de Madrid y doctor en Historia Contemporánea por la Universidad del País Vasco. Desde el año 1996 hasta la actualidad, ha desarrollado una larga carrera como investigador para distintas entidades -diversos Ayuntamientos, Diputación de Gipuzkoa, Gobierno Vasco, Universidad del País Vasco...- en el campo de la Historia. Ha prestado especial interés a la llamada Historia cultural y social, ahondando en la Historia de los sectores más insignificantes de la sociedad vasca a través de temas como Corso y Piratería, Historia de la Brujería, Historia militar... Ha cultivado también la nueva Historia política y realizado biografías de distintos personajes vascos de cierto relieve, como el mariscal Jauregui, el general Gabriel de Mendizabal, el navegante Manuel de Agote o el astrónomo José Joaquín Ferrer. Es miembro de la Sociedad de Estudios Vascos-Eusko Ikaskuntza


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