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Carlos Rilova

El correo de la historia

Un mal día para el oficio de historiador. De la batalla de Little Big Horn al tornado de Oklahoma pasando por el atentado de Londres (1876-2013)

Por Carlos Rilova Jericó

Hoy, aparte de ser lunes -lo cual ya es un agravante para casi cualquier cosa que se intente-, los temas de los que puede hablar un historiador en un periódico -digital como éste, o de papel- no son precisamente para estar muy animado.

En menos de siete días hemos tenido varias tragedias de eso que los especialistas llaman “gran impacto mediático”. Lo que podríamos traducir como que han sido hechos de los que se ha hablado, casi a todas horas, en todos los medios de comunicación.

Naturalmente me refiero al tornado de Oklahoma que ha acabado con la vida de más de veinte personas, y causando devastadoras perdidas materiales, y a los atentados de Londres y París, de inspiración, al parecer, islamista. Muy similares al de Boston, del que ya me ocupe en otro artículo titulado “¿La importancia de llamarse Tamerlán?”.

Cosas así hacen difícil para el historiador meterse las manos en los bolsillos, silbar y mirar para otro lado, buscando un tema que nada tenga que ver con esos asuntos, desentendiéndose de la imagen de un hombre con un machete ensangrentado, y unas manos también ensangrentadas, que explica ante la cámara -con el cadáver de su víctima aún caliente- que lo ha hecho porque está harto de que los británicos intervengan en Afganistán. Algo verdaderamente sorprendente viniendo de un hombre de raza negra, que no es precisamente representativa de ese país, donde la mayoría son blancos de religión musulmana, teniendo que deducir así que su sangrienta solidaridad con Afganistán debe basarse en la “Umma”. Es decir, en la comunidad de creencia religiosa que une a todos los musulmanes por encima de su raza o país de origen.

Sí, en efecto, así el panorama, es difícil hablar de la longitud de la toga de los senadores romanos, de lo que dijo Napoleón subido en las pirámides o de cualquier otra anécdota histórica con la que llenar hoy esta página.

Ambos casos, uno más que otro, llevan a pensar en las extrañas vueltas que da la Historia, en sus famosas ironías. En el caso del tornado de Oklahoma resulta difícil no pensar en el mito Osage -una de las naciones indias asentadas en la actual Oklahoma- sobre esos fenómenos, que aseguraba que un asentamiento construido entre dos ríos jamás sería arrasado por un tornado. Al margen de que esa leyenda tenga algún fundamento más o menos lógico, al historiador le parece, en efecto, amargamente irónico que fuera precisamente entre dos ríos, el Yellowstone y el Little Big Horn, el lugar donde el general George Armstrong Custer fue aniquilado por un huracán de plomo salido de los rifles de repetición de centenares de guerreros de las naciones  lakota, arapaho y cheyenne entre el 25 y el 26 de junio de 1876. Las ironías no terminan ahí. Quizás la más atroz de todas sea que, tras esa batalla, los cheyennes fueron castigados con la deportación a Oklahoma cuando los “wasichus” -es decir, nosotros, los blancos, los que “traen un mensaje distinto” según esa palabra lakota- se hicieron otra vez con el control de la situación, demostrando así que toda una nación puede ser barrida por algo peor que lo que los cheyennes llamaban hi-vo-vi-da-sso. Es decir, un tornado…

Hay un ejercicio muy interesante sobre esta cuestión que me gustaría proponerles, ya que para cuando esa famosa batalla cumpla años -justo el mes que viene- yo voy a estar ocupado en contarles otras cuestiones que me van a impedir hablarles del tema. Se trata de que vean -seguidas a ser posible- dos películas distintas sobre los hechos de Little Big Horn: “Murieron con las botas puestas”, rodada por Raoul Walsh en 1941, y “Pequeño gran hombre”, firmada por Arthur Penn en 1970.

Seguramente les resultará desconcertante ver dos visiones tan opuestas sobre esa batalla, que acabó con la nación cheyenne deportada al escenario del brutal tornado que ha asolado Oklahoma. Una, la de Walsh, en la que se exalta al blanco como fuerza civilizadora frente a unos brutales “salvajes”, y otra, la de Penn, en la que se cuenta justo lo contrario, reconstruyendo los hechos desde un punto de vista quizás más cierto, o, por lo menos, menos discutible de acuerdo con la verdad histórica. A pesar de estar cargada de un impagable sarcasmo que caricaturiza, a veces, aquellos hechos de 1876.

Sobre las ironías históricas de lo ocurrido en Londres también esta última semana, no puedo decir gran cosa. Principalmente porque aún no he digerido la imagen de un ser humano justificando, presuntamente, en el nombre de unas creencias religiosas unas manos manchadas con la sangre de otro ser humano.

A ese respecto sólo puedo, al menos por hoy, recomendarles que echen otro vistazo a otras dos películas. Una de ellas magnífica, “El hombre que pudo reinar”, y la otra no tanto, a pesar de contar con grandes actores como Philip Seymour Hoffman: “La guerra de Charlie Wilson”.

Quizás en ellas encuentren algunas respuestas sobre las razones históricas por las que en pleno siglo XXI se sigue matando, y muriendo, por un lugar llamado Afganistán que, en apariencia, no pasa de ser un inmenso y baldío pedregal.      

 

Un paseo por el pasado

Sobre el autor

Carlos Rilova Jericó es licenciado en Filosofía y Letras (rama de Historia) por la Universidad Autónoma de Madrid y doctor en Historia Contemporánea por la Universidad del País Vasco. Desde el año 1996 hasta la actualidad, ha desarrollado una larga carrera como investigador para distintas entidades -diversos Ayuntamientos, Diputación de Gipuzkoa, Gobierno Vasco, Universidad del País Vasco...- en el campo de la Historia. Ha prestado especial interés a la llamada Historia cultural y social, ahondando en la Historia de los sectores más insignificantes de la sociedad vasca a través de temas como Corso y Piratería, Historia de la Brujería, Historia militar... Ha cultivado también la nueva Historia política y realizado biografías de distintos personajes vascos de cierto relieve, como el mariscal Jauregui, el general Gabriel de Mendizabal, el navegante Manuel de Agote o el astrónomo José Joaquín Ferrer. Es miembro de la Sociedad de Estudios Vascos-Eusko Ikaskuntza


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