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Carlos Rilova

El correo de la historia

La penúltima campaña de las guerras napoleónicas (VIII). Inazio, gure patroi haundia… De los amigos y enemigos sobrenaturales del emperador Napoleón

Por Carlos Rilova Jericó

El miércoles de la semana pasada fue, como supieron muchos guipuzcoanos y vizcaínos, la fiesta de San Ignacio de Loyola. Es decir, un estupendo día de julio, soleado además, que facilitó mucho las cosas a quienes estaban ideando un puente veraniego. Pero aparte de esa feliz serie de coincidencias, ese día de San Ignacio podría ser también una excelente ocasión, en este bicentenario de las guerras napoleónicas, para recordar un aspecto poco comentado de las mismas que, sin embargo, no por eso es menos real.

En efecto, como somos una sociedad laicizada -unos pensarán que para bien, y otros que no- tendemos a ver ausentes de las guerras napoleónicas los aspectos religiosos por más que ese período histórico nos fascine, lo estudiemos, le dediquemos bicentenarios…

Es una suposición razonable por otra parte, ya que la sociedad de esa época, la napoleónica, ha pasado por la Ilustración y, sobre todo, por los, en muchas ocasiones, brutales procesos de Descristianización que impuso la hora más sanguinaria de la revolución de 1789.

Resulta, en efecto, difícil después de haber visto un par de películas sobre la revolución francesa -pongamos por ejemplo “La noche de Varennes”, o “Danton”-, seguir creyendo que los soldados que cierran filas tras las águilas napoleónicas fueran, como se suele decir, de misa diaria.

El famoso cuadro de David, en el que se ve a Napoleón autocoronado y coronando a su esposa en una catedral de Notre Dame de París que parece más bien un templo pagano neoclásico, dificulta también asociar la idea de religión cristiana más  o menos ortodoxa, de una u otra confesión, con las guerras napoleónicas.

Sin embargo, pese a todo, pese a esos indicios que nos da la propia Historia sobre la progresiva desacralización de la sociedad de las guerras revolucionarias y napoleónicas, hay documentos que avalan otra clase de hechos históricos. Unos que nos hablan de que las guerras napoleónicas tienen también aspectos religiosos que han sobrevivido a la desacralización y laicización revolucionaria que, eso no puede ponerse en duda, se ha convertido desde 1789 en una corriente histórica que gana una extraordinaria fuerza, hasta llegar a la situación actual.

En el territorio guipuzcoano donde, como ya sabrán los lectores habituales de esta serie, se está luchando ahora hace dos siglos una de las principales campañas para derribar a Napoleón de su pedestal imperial, existen indicios verdaderamente sabrosos de esa religiosidad de la era napoleónica.

En efecto, en esos ejércitos aliados que, a primeros de agosto de 1813, se mantienen en una nerviosa espera, aguardando el próximo contraataque del mariscal Soult, encontramos unidades que combaten bajo la protección de un santo concreto.

De hecho, según lo que nos dicen los documentos disponibles, todas las tropas españolas de esa época -en otros aspectos tan revolucionaria- siguen poniéndose siempre bajo la protección de un determinado santo que bendice sus banderas y vela por ellos en combate. Una tradición análoga a la de otros países católicos que lucharon también en esas guerras napoleónicas. Caso, por ejemplo, de los austriacos, alguno de cuyos regimientos, al parecer, exhibió en sus banderas incluso efigies de la Virgen.

En el caso de las fuerzas en presencia en territorio guipuzcoano hace ahora dos siglos, entre las unidades del Cuarto Ejército español que esperan sombríamente la próxima batalla, rogando para que sea la realmente decisiva, la que derroque al Ogro Bonaparte y desbande sus ejércitos, nos encontramos con algo parecido en las banderas de los tres batallones guipuzcoanos.

En noviembre del año 1812 esas unidades tuvieron que decidir, por orden de su oficial supremo al mando, el general vergarés Gabriel de Mendizabal, a qué santo elegían como su patrón para que, en enfáticas palabras del propio general, intercediese por ellos ante el “Dios de los Ejercitos”… Tal y como lo recoge una interesante correspondencia conservada en el archivo general guipuzcoano bajo la signatura JD IM 3/4/93. La misma que, para satisfacción de curiosos, el padre Lasa, el biógrafo de Gaspar de Jauregui -“padre” de esas unidades en los difíciles días de 1808 a 1810-, glosó en su día para su estudio sobre ese oficial -Jauregui- que llegó a mariscal de campo gracias a estas guerras.

Al parecer los integrantes de esos batallones tuvieron dificultad en elegir un protector espiritual, o, tal vez -no podemos descartarlo- no estaban muy interesados en tomar una decisión a ese respecto. Menos aún cuando se trataba de decidir si el santo patrón sería San Ignacio de Loyola o el controvertido San Martín de la Ascensión, origen de agrias discusiones entre varias poblaciones guipuzcoanas y vizcaínas.

Tal y como consta en esa correspondencia, dejaron el asunto en manos de Gabriel de Mendizabal. Éste, finalmente, les indicará desde el cuartel general de Bilbao, con fecha de 2 de diciembre de 1812, que había decidido que el santo que les protegería cuando entrasen en batalla contra las tropas napoleónicas, sería San Ignacio de Loyola.

Realmente sorprende ver a un general tan afín, después de todo, a las ideas constitucionales de 1812 -como también se delata en la correspondencia de ese legajo y en otros documentos-, ocupado y preocupado con esa elección de santo protector para los batallones guipuzcoanos.

Se dirá que, ciertamente, la constitución de Cádiz es decididamente confesional y en gran parte es obra del estamento clerical que, al igual que en la Francia de 1789, se alinea en gran parte con cambios políticos como ese.

Sin embargo ese detalle no salva a la famosa “Pepa” de que los reaccionarios -los que se tienen por creyentes ortodoxos- la vean como un foco de ideas revolucionarias, destructoras, en fin, tanto del altar como del trono. Lo bastante, en definitiva, para considerar a sus partidarios como católicos de pacotilla, a los que no salvarían siquiera gestos, en apariencia tan piadosos, como seguir con la tradición de buscar santos que protejan a las tropas bajo su mando.

Podríamos discutir durante folios y más folios sobre esa cuestión, sin embargo, por ahora, lo interesante sería recordar que a los serviles, a los reaccionarios opuestos a la constitución de 1812, no les faltaba algo de razón en sospechar, y hasta abominar, de gestos como esa elección de un santo protector para las tropas que combaten a Napoleón por parte de un general exaltador de “la Pepa”.

Y es que, en efecto, en aquella Europa napoleónica la religión es instrumentalizada de un modo descarado. Como no se ha visto en siglos pasados, llenos de episodios que darían para escribir varios libros sobre esa faceta de la Historia por lo general tan poco atendida. Una instrumentalización del mundo espiritual llevada a cabo por pura fórmula, por inercia o, como ocurre en el caso de Napoleón, como una estrategia más para reforzar su poder.

Algo que queda claro, por ejemplo, en un documento, firmado de su puño y letra, y pegado por las paredes de toda Francia en forma de pasquín a partir del 19 de febrero de 1806.

El título de ese documento era, traducido, “Decreto imperial concerniente a la festividad de San Napoleón y al correspondiente al restablecimiento de la religión católica en Francia”. En él Napoleón, como emperador de los franceses y rey de Italia, declaraba que había decretado y decretaba que el 15 de agosto, día de la Asunción, sería en toda Francia la fiesta de San Napoleón y la del restablecimiento de la religión católica en esa nación, así como la de la conclusión del Concordato con la Santa Sede. Asuntos todos, por cierto, de los que ya me ocupé en un anterior correo de la Historia.

El emperador daba instrucciones precisas sobre el modo de celebrar los ritos religiosos que ensalzasen esas festividades, pero no se olvidaba, ni mucho menos, de traer a colación otras palabras que dejaban claro cuál era el fin último de esas celebraciones. Así indicaba que un sacerdote debía dar, en cada templo, un sermón acerca del deber de cada ciudadano de dedicar su vida al servicio de su príncipe y de la patria…

Algo que remataba con palabras escogidas del prefecto de Hérault, que, en sus reflexiones de 6 de agosto de 1806 acerca de ese decreto imperial, recordaba a sus administrados que dichas celebraciones no deberían limitarse al recinto de los templos, sino ser ocasión pública para que los ciudadanos pudieran mostrar su satisfacción y reconocimiento a la augusta persona de Su Majestad Imperial, que había hecho todo lo posible para dar a Francia la felicidad y gloria de la que disfrutaba en esos momentos…

Cosas así, y otras, como la especie de orden que el emperador daba a Dios para que protegiera a Francia en las monedas que circulaban en su imperio -algo de lo que iba a estar muy necesitada apenas acabase el verano de 1813-, nos muestran, en efecto, las vicisitudes que sufre la religión durante la era napoleónica, constituyéndose en un elemento muy presente en la misma -más de lo que, en principio, nos pudiera parecer-, creando un conjunto de amigos y enemigos espirituales del emperador Napoleón, que estaban ahí, en ese rincón mal iluminado de la Historia en el que no solemos fijarnos mucho.

Como por otra parte es natural en una sociedad de vuelta de manejos como esos, en los que el mismo autor del exaltado decreto de 19 de febrero de 1806 no dudará en secuestrar al Papa cuando la razón de estado se lo dicte así…

Alguien contra quien, sin duda, no resultaba superfluo solicitar la protección de San Ignacio de Loyola, tal y como Gabriel de Mendizabal decidió hacer para proteger a sus batallones guipuzcoanos en 1812. Aunque fuera por tradición, por inercia o quién sabe por qué otra causa.

Es desde luego muy posible que a muchos de esos voluntarios guipuzcoanos ese detalle les pudo servir de alguna ayuda -al menos espiritual- cuando a lo largo del día 31 de agosto de 1813 cargaron a la bayoneta contra las tropas del mariscal Soult, tan famélicos y tan harapientos como cualquier otra unidad -española, francesa, británica, portuguesa…- de aquellas guerras napoleónicas.

Un paseo por el pasado

Sobre el autor

Carlos Rilova Jericó es licenciado en Filosofía y Letras (rama de Historia) por la Universidad Autónoma de Madrid y doctor en Historia Contemporánea por la Universidad del País Vasco. Desde el año 1996 hasta la actualidad, ha desarrollado una larga carrera como investigador para distintas entidades -diversos Ayuntamientos, Diputación de Gipuzkoa, Gobierno Vasco, Universidad del País Vasco...- en el campo de la Historia. Ha prestado especial interés a la llamada Historia cultural y social, ahondando en la Historia de los sectores más insignificantes de la sociedad vasca a través de temas como Corso y Piratería, Historia de la Brujería, Historia militar... Ha cultivado también la nueva Historia política y realizado biografías de distintos personajes vascos de cierto relieve, como el mariscal Jauregui, el general Gabriel de Mendizabal, el navegante Manuel de Agote o el astrónomo José Joaquín Ferrer. Es miembro de la Sociedad de Estudios Vascos-Eusko Ikaskuntza


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