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Carlos Rilova

El correo de la historia

La Historia del traje de bruja. Algo de qué hablar en la resaca de “Halloween” (antes Noche de difuntos)

Por Carlos Rilova Jericó 

Una vez más llega, con la misma melancolía y la misma regularidad de la que hablaba Herman Melville al comienzo de “Moby Dick”, el mes de noviembre, y con él la Noche de difuntos, que ahora, cada vez más, parece identificarse con el “Halloween” anglosajón importado, como muchas otras cosas, de Estados Unidos.

Les contaría, a la sazón de eso, una estupenda historia que ocurrió con un par de jóvenes -y supuestas- brujas en el territorio vizcaíno liberado al final de la llamada hoy “Guerra de Independencia”, pero me parece que ya es abusar, después de dos artículos consecutivos dedicados a hablar de esa guerra de la que tanto se ha hablado este año en el que su fase final cumple los dos siglos.

Si les ha picado la curiosidad me remito al libro que publiqué el año pasado sobre el tema de la Brujería. Allí, en la parte relativa a casos de Brujería en el País Vasco del siglo XIX, está contado con todo detalle.

Dicho esto nos olvidaremos de las guerras napoleónicas -al menos durante un par de semanas, prometido- y hablaremos sólo de brujas. Algo que parece hoy tan relacionado con esa festividad como antes lo estuvo -casi por decreto- representar el don Juan Tenorio de Zorrilla.

Es innegable, además de evidente, que las calles -y sobre todo las discotecas- de nuestras ciudades se llenan entre el 31 de octubre y el 1 de noviembre de niñas y no tan niñas disfrazadas de brujas. Esto es, con una larga falda, a veces cortada de manera que parezca harapienta, alguna clase de chaqueta más o menos ajustada en la cintura y, lo más característico del asunto, aparte de la escoba y el gato negro -opcionales y casi nunca incorporados a esos disfraces-, un sombrero de copa alta y puntiaguda. Más o menos la misma versión, aunque menos explosiva y sexy, que la que llevaba Sofía Vergara en uno de los últimos episodios de “Modern family” pasados por televisión.

En conjunto la tópica y típica imagen de lo que hoy identificamos como “bruja” y se repite no sólo en esos disfraces que hemos visto multiplicados cientos de veces este último fin de semana, sino en pegatinas para coches, carteles, anuncios varios, etc…

Y ahora, cómo no, viene la gran pregunta que -los humanos somos así- nunca o casi nunca se plantea con estas cosas de los vestidos “tradicionales”, los disfraces, etc… Es decir, ¿por qué los trajes de bruja son así y no se hacen, por ejemplo, con un metro de papel de aluminio enrollado en torno al cuerpo, un par de zuecos holandeses y una gorra de jockey, por poner un ejemplo extremo?.

Como siempre hay una respuesta en la Historia que, una vez contada, les parecerá lo más razonable del Mundo.

La explicación es bastante sencilla, la mayor parte del siglo XVII fue el punto álgido de la llamada “Gran Caza de Brujas”. Ciertamente hubo unos cuantos hombres que entraron a engrosar la lista de esa masacre que -pásmense- tuvo su mayor volumen de víctimas en lo que un día sería la mayor parte de la actual Alemania. Sin embargo, la mayoría de las víctimas eran mujeres por razones diversas que han sido explotadas, a conciencia, por determinadas interpretaciones feministas de la Historia, muy injustas para hombres como Urbain Grandier, o, sin ánimo de agotar la lista, John Proctor, que también recibieron su muy desagradable parte de aquella locura sanguinaria entre 1634 y 1692.

Dejando aparte esa controversia para otro momento y admitida la innegable presencia mayoritaria de mujeres en el número de las acusadas de Brujería, ya tenemos la explicación que nos desvela las razones por las que el disfraz de bruja es tal y como hoy lo conocemos y no de otra forma.

Sencillamente porque, de algún modo, quedó fijado en la memoria colectiva que una bruja debía tener el aspecto, más o menos, que tenía cualquier mujer del hemisferio occidental (es decir, Europa y sus colonias transatlánticas) digamos entre 1620 y 1690.

Así es, la mayor parte de las mujeres europeas o que habían adoptado la moda cotidiana exportada desde Europa, vestían así en esas fechas. Con una larga falda, una chaqueta corta ceñida en la cintura -se llamaba “ropilla” y era una prenda de esas que ahora llamamos “unisex”- y no era raro que, sobre las blancas tocas con las que se cubrían la cabeza para distinguirse de las prostitutas y otras gentes privadas de esa posesión tan valorada en la época -es decir, el honor o, al menos, la honra-, llevasen también un sombrero a la moda del momento. A saber: de ala bastante ancha y copa alta, ahusada -o más bien amelonada- hasta, más o menos, 1630 y algo más plana entre 1630 y finales de ese siglo XVII principal escenario de la “Gran Caza de Brujas”. Un origen, en todo caso, para ese sombrero “de bruja” más plausible que la coroza puntiaguda llevada por los condenados por la Inquisición, o el sombrero muy similar utilizado en ciertos ritos paganos, carentes los dos de ala de ningún tipo, pero aún así asociados también por algunos al origen de ese típico y tópico sombrero “de bruja”.

En algunas zonas aisladas de Europa, como podía ser el caso del mundo rural del País de Gales, ese atuendo femenino típico del siglo XVII sobrevivió hasta comienzos del siglo XIX. Es decir, lo suficiente como para que algunos espíritus románticos de los que abundaron en esas fechas, decidieran convertirlo en un supuesto traje “tradicional” galés. Como fue el caso de Lady Llanover, esposa, curiosamente, del encargado de erigir el hoy famoso Big Ben de Londres, así bautizado porque él se llamaba, precisamente, Benjamin. Sabrosa historia que disfrutaron del placer de contar algunos historiadores como los que tomaron parte en el volumen colectivo “La invención de la tradición”, dirigido por Eric J. Hobsbawm y Terence Ranger.

Voilà. Ese es todo el misterio histórico que explica la razón por la que los disfraces de bruja que hemos visto multiplicados a cientos este último fin de semana son así y no están compuestos por una pamela, un pantalón de campana, una blusa estampada con flores y unos zapatos de plataforma.

Algo que, espero, les confirme que cuando se lee Historia no hay nada que no tenga una explicación razonable, entretenida y, en casos en los que el asunto no se salda con miles de víctimas -como ocurrió con la llamada “Gran Caza de Brujas”-, incluso más o menos divertida.   

Un paseo por el pasado

Sobre el autor

Carlos Rilova Jericó es licenciado en Filosofía y Letras (rama de Historia) por la Universidad Autónoma de Madrid y doctor en Historia Contemporánea por la Universidad del País Vasco. Desde el año 1996 hasta la actualidad, ha desarrollado una larga carrera como investigador para distintas entidades -diversos Ayuntamientos, Diputación de Gipuzkoa, Gobierno Vasco, Universidad del País Vasco...- en el campo de la Historia. Ha prestado especial interés a la llamada Historia cultural y social, ahondando en la Historia de los sectores más insignificantes de la sociedad vasca a través de temas como Corso y Piratería, Historia de la Brujería, Historia militar... Ha cultivado también la nueva Historia política y realizado biografías de distintos personajes vascos de cierto relieve, como el mariscal Jauregui, el general Gabriel de Mendizabal, el navegante Manuel de Agote o el astrónomo José Joaquín Ferrer. Es miembro de la Sociedad de Estudios Vascos-Eusko Ikaskuntza


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