Por Carlos Rilova Jericó
Toda esta última semana se ha hablado mucho, incluso demasiado, sobre la crisis política en Ucrania, que puede acabar en guerra -¿tal vez otra mundial para que no pasen más de cien años sin autodestruirnos?-, después de que la presión de la calle -de la que ya hablamos en este correo de la Historia hace unas semanas- ha acabado por expulsar de Kiev al malquerido presidente Yanukovich que, no es ninguna sorpresa, ha ido a refugiarse bajo la protectora sombra del Kremlin.
Un gesto, el de Yanukovich, que ha desatado una serie de reacciones que, si recuerdan lo que ya les contaba hace unas semanas en el artículo que titulé “La conexión ucraniana”, no deberían sorprendernos mucho.
Para empezar Rusia ha cerrado filas en torno a Yanukovich y le ha dado la razón en todo. Para seguir los habitantes de Ucrania de origen ruso, o prorrusos, que son unos cuantos, como ya se dejó ver en la Segunda Guerra Mundial, se han negado a aceptar el nuevo gobierno de Kiev, cerrando filas, a su vez, con Rusia.
Eso ha puesto en el ojo del huracán a la península de Crimea, felizmente olvidada desde hace más de un siglo y medio, cuando concluyó la que entonces se llamó “Guerra de Oriente” y hoy es más conocida en los libros de Historia como “Guerra de Crimea”. Algo que hace realmente curioso que el nuevo primer ministro ucraniano, Arseni Yatseniuk, haya declarado, según dicen, que Rusia no tiene ningún motivo para apoderarse de Crimea. Tal y como lo está haciendo, solapadamente, con tropas sin distintivo de la Federación rusa, desde fines de esta semana pasada.
A eso hay que responder, al menos desde la bancada de la Historia, que ingenuidades las justas y que con muy mal pie empieza ese nuevo gobierno ucraniano si trata de hacernos tragar esa rueda de molino.
Personalmente no sé qué pasará en los próximos días. Ni siquiera en las próximas horas. Lo que sí tengo muy claro -y también lo tienen franceses, británicos y rusos, al margen de otras potencias contendientes en el asunto, como Alemania- es que Rusia sí tiene unas cuantas razones para interesarse por Crimea. Con buenas formas o sin ellas.
Una es la cuestión geoestratégica, de la que se ha hablado mucho en los medios esta última semana. De hecho ayer “El País” daba cita a un almirante retirado de la Armada española para que explicase en sus páginas todos los detalles técnicos del asunto. Artículo que les recomiendo, para que entiendan que Rusia, soviética, zarista, o lo que quiera que sea ahora, necesita ese estrecho controlado desde la península de Crimea para salir al Mediterráneo -y al canal de Suez- y actuar como una verdadera potencia, demostrando que tiene control sobre esa fachada de su todavía extenso territorio por medio de, lo han adivinado, una flota de guerra.
Otra razón, quizás no menos importante, es el peso de la Historia utilizada como elemento de exaltación y cohesión nacional en ese asunto. Así, ya lo verán, no tardarán mucho en levantarse de sus tumbas -metafóricamente hablando, claro- los soldados rusos muertos en la que, a lo peor, tenemos que llamar desde esta misma semana la primera guerra de Crimea. Esa que se desarrolló de 1853 a 1856 por las mismas razones que ahora podría haber otra guerra. Es decir, para que Rusia controle una de sus pocas salidas al mar libre de hielo todo el año y no quede tan mermada como quedó a partir de la implosión de la Unión Soviética en 1992, con la secesión de las repúblicas bálticas, que redujo sus bases navales a poco más que la de Arkhangelsk y, sobre todo, Múrmansk, en el Ártico -ambas prácticamente bajo hielo todo el año- y San Petersburgo, en el Báltico.
Como apreciarán por las ilustraciones del artículo de hoy, a mediados del XIX el ya agonizante imperio turco era la víctima propiciatoria a la que Rusia quería arrebatar Crimea. Francia y Gran Bretaña, que hoy mismo se han apresurado a tomar posición conjunta sobre el tema, se erigieron en las aliadas de Turquía, enviando en 1854 un elevado contingente de tropas conjuntas nutrido también con efectivos del núcleo de la actual Italia, el reino de Piamonte-Cerdeña. Las razones para ello eran fundamentalmente, para Gran Bretaña, evitar que su viejo aliado de las guerras napoleónicas le hiciera la competencia en la ruta hacia Oriente, donde estaba ya la joya de la corona británica que con el tiempo sería imperial. Es decir, la India. Para Francia, la Francia del Segundo Imperio napoleónico, el del sobrino del primer Napoleón, lo importante era, aparte de tomarse la revancha con el imperio que fue -junto a España, Portugal, Gran Bretaña y otros- el responsable de la destrucción de Napoleón el Grande, demostrar -como hoy lo hace en esta crisis la Alemania de Merkel- que era un poder a tener en cuenta en la escena mundial.
Por lo demás, tanto para Francia como para Gran Bretaña, esa guerra se convirtió en uno de sus mitos históricos nacionales. Basta con repasar el famoso, y citado hasta la náusea, poema de Tennyson sobre la carga de la Brigada Ligera en “el valle de la Muerte” de Balaclava, o darse una vuelta por las calles de París y encontrar nombres como Malakoff o Inkermann que recuerdan batallas de la Guerra de Crimea generosamente regadas con sangre francesa.
La cosa no se desmitificó, al menos en el caso de los británicos, hasta la revolucionaria década de los sesenta del siglo XX. En esas fechas, concretamente en 1968, se perpetró una película que les recomiendo ver para que se vayan poniendo en situación de lo que en los próximos días -incluso en las próximas horas- se puede poner en juego en Crimea. Se titulaba “La última carga”, y con un sarcasmo verdaderamente sutil y divertido, explicaba lo que estaba en juego en Crimea a mediados del siglo XIX. Que es, más o menos, lo mismo que hoy sigue estando en juego y puede provocar una segunda guerra de Crimea o incluso una tercera mundial.
Cuando la vean recuerden también -sobre todo los de Reus y los donostiarras- que hubo en ella algunos combatientes españoles. Uno verdaderamente importante, el general Prim, destinado allí por la España de Isabel II como más que digno observador militar -hoy lo llamaríamos un militar mediático, conocido en todos los periódicos de Europa como una verdadera “celebrity”- y que, tal y como nos contó en su, hasta hoy, mejor biografía el desaparecido profesor Pere Anguera, solicitó al mando franco-británico entrar en acción contra los rusos. Deseo que, por supuesto -menudo era Prim-, consiguió convertir en hechos.
Todo eso, ocurrido hace más de un siglo y medio, es lo que vuelve a estar en juego en el lugar, Crimea, que va a ser noticia toda esta semana y ya veremos cuántas más.