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Carlos Rilova

El correo de la historia

Historias de terror para la primera semana de noviembre. De las alarmas alimenticias al fin del navío de guerra de Su Majestad San Telmo (1819-2015)

Por Carlos Rilova Jericó

Otra vez los medios de comunicación son los que han inspirado el correo de la Historia de esta semana. Primero ha sido algo con tanta Historia, como el minipánico colectivo que se ha desatado a raíz del filtrado de cierto informe de la OMS (y van… ¿cuántos?) que nos decía que prácticamente cualquier tipo de carne que se nos ocurra comer nos va a matar -o poco menos- de ciertos tipos de cáncer.

Otra noticia de impacto histórico ha sido la publicación y salida al mercado de la novela póstuma de Pío Baroja, que también ha acaparado una buena parte del espacio informativo. Eso, unido a las polémicas sobre Halloween -o, más exactamente, Noche de Difuntos, como sería lógico decir- y la cercanía de esa efemérides, ha hecho muy difícil dedicar este espacio semanal a cosas que no tengan que ver con esos temas.

No voy a hablar mucho del minipánico alimentario inducido por el informe de la OMS. Más que nada porque creo que ese asunto coleará durante al menos una semana más y habrá ocasión de volver sobre él, comparándolo con pánicos inducidos similares que ya se han dado en otras épocas históricas. Vamos a dejarlo, pues, ahí porque prefiero dedicar todo el espacio sobrante de este correo de la Historia a hablar de Pío Baroja, autor en el candelero, otra vez, por la publicación de su novela póstuma.

Habrá quienes piensen que Baroja es un soberano peñazo existencialista. No se lo reprocho. A mí me hicieron leer “El árbol de la ciencia” en el último curso del antiguo bachillerato (el C.O.U.) y puedo comprender perfectamente ese rechazo.

Sin embargo hay otro Baroja. Uno que da cien vueltas a Dumas y Salgari (y por supuesto a cualquier autor de best-sellers actual) y que, con algunos de sus relatos, pone en su sitio a grandes maestros del terror anglosajones que, con la snob moda de “Halloween”, ahora nos venden como el no va más.

Les voy a relatar, resumido, uno de esos fragmentos barojianos que deja en inocente broma a cualquier fiesta “de Halloween” que se haya podido celebrar este fin de semana pasado. Se titula “El final del navío San Telmo”.

Nos dice Baroja en ese capítulo de sus “Siluetas románticas”, imprescindibles para comprender el complejo e interesante siglo XIX español, que la historia que nos cuenta es totalmente verídica (ya veremos que eso hay que tomárselo con prudencia) .

Al menos el ingeniero Luis Valderrama le contó como verídica esa historia del fin del navío de Su Majestad San Telmo en una librería de la calle Jacometrezo, donde el escritor vasco coincidió con él en el Madrid de los años 30, un poco antes del estallido de esa otra historia de verdadero terror que fue la Guerra Civil.

Baroja se quedó fascinado -no era para menos, como verán- cuando Valderrama acabó de contar y pidió al ingeniero que le diera la referencia del libro de donde había sacado esa historia supuestamente tan verídica como terrorífica. El ingeniero hizo más que eso y le prestó el libro, que se titulaba “Glorias de la Marina española. Episodios históricos”, escrita por un novelista, Antonio de San Martín, al que Baroja conocía bien como lector desde sus años de estudiante de Medicina. Esos que reflejó en la deprimente “El árbol de la ciencia”.

El caso es que San Martín, oficiando como historiador y no como novelista -como el mismo Baroja en “Siluetas románticas”- relataba ahí cómo en la primavera de 1819 el navío de guerra de Su Majestad San Telmo, de 74 cañones, se perdió cuando fue enviado como transporte de tropas a América, para combatir allí a los criollos rebeldes a España.

Aquel barco, dice acaso equivocadamente Baroja, habría sido uno de los muchos que el bailio Tatischeff -el embajador ruso en la España de esa época- vendió a Fernando VII y que, según cierta leyenda urbana (tan habitual en nuestra Historia con complejo de inferioridad), no valían para nada. En realidad parece comprobado que el San Telmo era de fábrica española, de los astilleros de El Ferrol, botado en 1788.

En cualquier caso era un sólido navío capaz de desafiar una travesía transatlántica que, precisamente, será la que lo conduzca a su fantasmagórico fin, digno de una película de Hollywood (Igual, a lo peor, pronto verán -tiempo al tiempo- esta historia en la gran pantalla, aunque con nombres y protagonistas anglosajones, eso sí).

En efecto, el San Telmo, continúa Baroja, quedó atrapado en una trampa gélida: un gigantesco témpano en el que encalló por la proa, siendo arrastrado cada vez más al Sur por la deriva de ese témpano, o “iceberg”, y las corrientes. Vista la situación, la tripulación y la mayor parte de los oficiales votaron por probar suerte, huyendo de aquel mausoleo de hielo en las lanchas de salvamento del navío. El comandante se negó en rotundo, pero, como se suele decir, se quedó solo. O, más exactamente, con el condestable del San Telmo, Matías Álvarez.

No se sabe qué fue de los tripulantes que abandonaron el barco preso en el hielo. Baroja señala razonablemente que no debieron tocar tierra, pues se hubiera llegado a conocer ese relevante hecho.

De los que sí se supo (al menos según esta versión de los hechos) fue del comandante del San Telmo y de su condestable. Unos dos años después de lo hasta aquí contado, un navío de pasajeros, el Volturno -italiano, aunque Baroja no especifica de qué estado de los muchos que había en Italia entonces-, encontrará en su travesía entre El Callao y Europa los restos del San Telmo pegados a su tumba de hielo. Entre ellos estaban un perro del barco, el condestable y el capitán. Todos ellos muertos por congelación. El condestable sobre las escalerillas de popa y el comandante tumbado sobre un diván en su camarote, y, cerca de él, el perro.

El capitán del Volturno y un pasajero español llamado Andrés de Arévalo tomaron nota de todo ello antes de abandonar, para siempre, al San Telmo, enclavado en su témpano…

Baroja no se plantea muchas dudas al respecto de que  ese fue el fin del navío San Telmo. Hoy, gracias a la gran caja de resonancia de Internet, podemos encontrar muchas versiones sobre qué pudo pasar realmente con el San Telmo. Como es habitual son contradictorias y algunas incluso más fantásticas de lo que nos pueda parecer la historia de Baroja. Unas dicen que el navío llevaba casi el triple de tripulantes (1500) y cambian su numero de puentes (de dos a tres) y de cañones. Otras -avaladas por investigaciones arqueológicas de la Universidad de Zaragoza- dicen que nadie abandonó el San Telmo y que éste acabó encallando en la Antártida, siendo así esos los primeros europeos que pisaban el continente antártico, descubierto, por cierto, por el navegante español Gabriel de Castilla en 1603. Hecho que habría ocultado el capitán William Smith, descubridor, hacia 1822, de esos restos atribuidos al San Telmo, cerca de una de las actuales bases antárticas españolas.

Fuera como fuese, ahí queda ese retazo de nuestra Historia naval, por si andamos faltos de inspiración para las celebraciones de la siguiente Noche de Difuntos, sin otra cosa para llevarnos a la imaginación que productos enlatados en tradiciones que, como habrán podido comprobar (o eso espero), no son mejores que lo que podemos encontrar en nuestro propio pasado sin necesidad de que el espectro de Patrick O´Brian -o algún otro fantasma de esa clase, que abunda bastante por las latitudes españolas- venga a sacarnos del apuro haciéndonos incurrir en la horterada de creer que nada supera a las andanzas del afortunado capitán Jack Aubrey…

 

 

Un paseo por el pasado

Sobre el autor

Carlos Rilova Jericó es licenciado en Filosofía y Letras (rama de Historia) por la Universidad Autónoma de Madrid y doctor en Historia Contemporánea por la Universidad del País Vasco. Desde el año 1996 hasta la actualidad, ha desarrollado una larga carrera como investigador para distintas entidades -diversos Ayuntamientos, Diputación de Gipuzkoa, Gobierno Vasco, Universidad del País Vasco...- en el campo de la Historia. Ha prestado especial interés a la llamada Historia cultural y social, ahondando en la Historia de los sectores más insignificantes de la sociedad vasca a través de temas como Corso y Piratería, Historia de la Brujería, Historia militar... Ha cultivado también la nueva Historia política y realizado biografías de distintos personajes vascos de cierto relieve, como el mariscal Jauregui, el general Gabriel de Mendizabal, el navegante Manuel de Agote o el astrónomo José Joaquín Ferrer. Es miembro de la Sociedad de Estudios Vascos-Eusko Ikaskuntza


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