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Carlos Rilova

El correo de la historia

Historia e Historia marítima. El fin del bergantín Donostiarra, la fiebre amarilla de 1823 y la restauración de un rey absoluto

Por Carlos Rilova Jericó

Hoy, a todo trance, voy a tratar de reconducir este correo de la Historia a temas que no tengan nada que ver con la repercusión de la Historia en la actualidad. Para eso vamos a retroceder, una vez más, a la época romántica, al año 1823 del que ya he hablado en varias ocasiones, aunque sea tangencialmente, en las últimas semanas. Di, por una de esas casualidades tan poco casuales en la investigación histórica, con esta historia de la Historia del Mar que les voy a relatar. Estaba ojeando material sobre la guerra civil de 1823 cuando reparé en un interesante folleto publicado en 1827 por el médico donostiarra Juan Montes.

Políticamente era un hombre bastante opaco. Por un lado no estaba en la lista de personas que, dentro o fuera de la Milicia Nacional Voluntaria (la guardia de corps del régimen constitucional), se quedaron a defender San Sebastián durante el asedio al que la somete el Ejército “ultra” al mando del duque de Angulema enviado por las potencias del Congreso de Verona a sofocar el régimen parlamentario español. Tampoco parece haber sido parte de los que abandonan la ciudad en abril de1823 y combaten a ese mismo Ejército hasta llegar a La Coruña y capitular allí honrosamente con Angulema. Lo que se sabe de él, de momento, es lo que él mismo cuenta en la portada de su trabajo sobre la fiebre amarilla en Pasajes de San Juan en 1823.

Es decir, que era médico de la Escuela de San Carlos en Madrid, que ejerce como profesor de Medicina en San Sebastián, miembro de varias sociedades médicas de investigación como la de Cádiz, Bruselas y Burdeos y sujeto condecorado por el rey Fernando por sus servicios militares. El mismo que autoriza desde 1824 que se imprima su trabajo sobre la fiebre amarilla.

Lo más interesante de esa obra, al menos para este artículo, viene a partir de la página 327, donde empieza el capitulo segundo de ese breve relato que el doctor Montes titula de un modo algo romántico -era lo que estaba de moda incluso entre científicos- como “Historia del bergantín Donostiarra”.

Se trata de un relato muy revelador sobre la época -la de la reacción del Absolutismo en la Europa postnapoleónica- y el lugar, un puerto europeo de comienzos del siglo XIX. Lo es porque el análisis del doctor Montes es minucioso para determinar qué clase de barco era el bergantín Donostiarra. Si de los que traía prosperidad, información y comercio, o de los otros, de los que, además, portaban enfermedades contagiosas como la fiebre amarilla. Las opiniones del doctor en favor de que el Donostiarra era de la primera clase de barcos que podían atracar en un puerto en aquella época, como veremos, también resultan de lo más reveladoras

El doctor Montes mantendrá con mucho esmero, aplicando el común y habitual método científico lógico-deductivo, que el Donostiarra no trajo la fiebre amarilla.

Para empezar el barco procedía de un puerto en el que no había epidemia, como era el caso en ese momento de La Habana, donde había cargado 730 cajas de azúcar, 22 sacos de café, tabaco en rama, cera amarilla, un barril de miel y, curiosamente, una, una sola, caja de dulces…

Se había hecho a la vela con 21 tripulantes y cinco pasajeros en el mes de junio de 1823. Todo había transcurrido sin problemas que llamasen la atención de la primera Junta de Sanidad -la de La Coruña- en la que toca puerto tras su travesía transatlántica de 35 días. La única baja producida en ese lapso había sido un tripulante que murió de un modo un tanto truculento -echando espuma por la boca- a causa, decían, de haber comido piña en abundancia mezclada con mucho aguardiente de caña. Tras diez días de cuarentena en el puerto de La Coruña, se dejará marchar al bergantín a Santander, donde tampoco se apreciaron síntomas de epidemia.

Algo que, sin embargo, no bastará para calmar uno de esos tozudos rumores que solían extenderse en la época -con más fuerza aún que hoy día- cuando se sospechaba que había alguna epidemia de alguna clase.

El temor tenía una base racional. El Donostiarra se había dedicado, como muchos otros barcos de esa procedencia, al tráfico de esclavos. Así lo reconoce el doctor Montes. Sin embargo niega que eso facilitase la llegada entre sus cuadernas, tal y como se había dicho, de la enfermedad.

Entre otras cosas porque después de dejar ese infame tráfico de seres humanos, había sido carenado en 1820 en Barcelona, se le había cambiado la mayor parte de la tabla del forro interior y había sido nuevamente carenado en La Habana en 1821 y en enero de 1823 en Burdeos. De ahí deducía el doctor Montes que, las muertes de gente relacionada con el bergantín Donostiarra, procedían de otras causas que nada tenían que ver con la epidemia de fiebre amarilla declarada en Pasajes de San Juan.

Así, los cuatro carpinteros muertos tras subir al barco para hacer varias reparaciones, habían consumido previamente varias botellas de un liquido desconocido encontradas en el rancho de proa del bergantín y que ellos tomaron por alcohol de calidad, a pesar de que exhalaban un olor fuerte y dulzón y asimismo echaban humo al ser destapadas. Todo eso, el calor bajo el que trabajaron y la humedad, fueron, en opinión del doctor Montes, los que provocaron su muerte antes de que se declarase en los fallecidos ningún síntoma de fiebre amarilla.

A pesar de eso y de que la epidemia no se comunicó siquiera a Pasajes de San Pedro cuando el barco fue trasladado al otro lado del puerto, a su astillero, todas las autoridades médicas y civiles enteradas del caso, salvo el doctor Montes, quedaron de acuerdo en que había que quemar el barco y todos sus objetos. Incluso aquellos que se sabía desde tiempo inmemorial, como dice Montes, que no podrían contagiar nada.

Así, el día 20 de septiembre, el Donostiarra hizo su último viaje remolcado hasta fuera de la barra del puerto, donde se quemó con toda su jarcia, velamen, cañones, lingotes de lastre y cable nuevo. Sólo se respetó el rico cargamento ya almacenado en el puerto. Todo esto, en cualquier caso, fastidió mucho al doctor Montes, que se tomó el asunto como algo casi personal, escribiendo un curioso informe acerca de la inconveniencia de quemar el barco, bastando, según él, con haber limpiado sus velas o abrirle una vía de agua -él la llama “rumbo”- para lavar sus cubiertas y sollado.

Cualquier cosa con tal de no destruir el bergantín, rebajándose Pasajes de San Juan, según dice el airado doctor, a tiempos de inteligencia más oscura. Como el año 1630 en el que se creyó que la peste era anunciada por campanas como la de Belilla en Aragón o que el contagio se extendía en Milán por medio de polvos arrojados a la ropa. Unas deplorables supersticiones, según el doctor Montes, que hicieron posible el único caso igual al del Donostiarra en toda la Historia de la Epidemiología española -que Montes remonta desde la época de Cristo hasta el año 1800- al quemarse otro barco en el puerto de Barcelona para atajar la epidemia…

En conjunto, este folleto es un cúmulo de instructivas opiniones como esa. Con él el doctor Montes, tal vez sin siquiera sospecharlo -o tal vez sí- nos informaba de varias cosas. Por ejemplo lo que podía traer un barco a un puerto en el 1800, de las condiciones en las que se vivía en dicho puerto y de cómo facilitaban la aparición de epidemias agravadas por una situación de guerra y movimientos de tropas, o, finalmente, qué grado de libertad de opinión toleraba una monarquía absoluta como la de Fernando VII, quien, por cierto, permite que se publique tres años antes que la del doctor Montes la Memoria del doctor Arruti -titular en San Sebastián- sobre este tema, dejando así para después lo que afirmará Juan Montes que, como hemos visto, tenía una solitaria, proilustrada (¿tal vez también liberal y malavenida con un restaurado rey absoluto?) y sui generis opinión sobre lo ocurrido en Pasajes de San Juan…    

Un paseo por el pasado

Sobre el autor

Carlos Rilova Jericó es licenciado en Filosofía y Letras (rama de Historia) por la Universidad Autónoma de Madrid y doctor en Historia Contemporánea por la Universidad del País Vasco. Desde el año 1996 hasta la actualidad, ha desarrollado una larga carrera como investigador para distintas entidades -diversos Ayuntamientos, Diputación de Gipuzkoa, Gobierno Vasco, Universidad del País Vasco...- en el campo de la Historia. Ha prestado especial interés a la llamada Historia cultural y social, ahondando en la Historia de los sectores más insignificantes de la sociedad vasca a través de temas como Corso y Piratería, Historia de la Brujería, Historia militar... Ha cultivado también la nueva Historia política y realizado biografías de distintos personajes vascos de cierto relieve, como el mariscal Jauregui, el general Gabriel de Mendizabal, el navegante Manuel de Agote o el astrónomo José Joaquín Ferrer. Es miembro de la Sociedad de Estudios Vascos-Eusko Ikaskuntza


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