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Carlos Rilova

El correo de la historia

Palabras con Historia, Historia de las palabras. De los “lechuguinos” de 1820 a la película “El renacido”.

Por Carlos Rilova Jericó

Esta semana he decidido volver a retomar un par de temas que tuvieron su espacio y su momento en este correo de la Historia cuando apenas había comenzado su andadura, allá en la primavera y el verano de 2012. Se trata de las películas “del Oeste” -y más concretamente “El hombre de una tierra salvaje” de Richard C. Sarafian- y el origen histórico de ciertas palabras o expresiones. Por ejemplo “a palo seco”, que fue de la que me ocupe en su momento.

Tomé la decisión después de ir este martes pasado a ver “El renacido” la tan anunciada como esperada nueva versión de “El hombre de una tierra salvaje” y que tiene, nada menos, que doce nominaciones al Oscar (y cinco Baftas). La película está ambientada hacia el año 1820, basada, como insiste su publicidad, en hechos reales.

Es totalmente cierto. Ya lo señalé en su día cuando me ocupé de “El hombre de una tierra salvaje”. Tanto ésta como el “remake” de González Iñárritu, “El renacido”, se basan en una gran expedición organizada para ir más allá de la ciudad conocida hoy como Saint Louis, a orillas del Missouri, y, poco antes de 1820, como San Luis de los Illinoes. Uno de los emplazamientos españoles situado más hacia el Norte de ese imperio, hecho que aún se notó en los aventureros que compusieron expediciones como esa a territorio “salvaje” para, como se subraya en la película de González Iñárritu, obtener, con grandes riesgos, una verdadera fortuna en pieles. En efecto, en esa nómina de aventureros, aunque no se vea en la película de Sarafian ni en la de González Iñárritu, hubo españoles. De hecho, socios capitalistas como Manuel Lisa.

Pero, dicho esto, vamos a centrarnos en “El renacido” y en el origen histórico de la palabra “lechuguino”. Ambas cosas, como veremos ahora mismo, bastante más relacionadas de lo que podría parecer.

“El renacido” en conjunto no me convenció -o no suspendió tanto mi incredulidad, como dicen los expertos en narrativa escrita y de las otras- tanto como su predecesora, “El hombre de una tierra salvaje”.

¿Por qué?. Bueno, dejando de lado el hecho de que un director mexicano haya dejado pasar, incomprensiblemente, la oportunidad de subrayar la presencia de españoles en expediciones así, la cuestión es lo chocante que resultaba la ambientación de época. En las primeras escenas, verdaderamente impresionantes, en las que la expedición se enfrenta contra guerreros de la nación Arikara, me quedé asombrado al ver el estado en el que estaban las armas de fuego -mosquetes y pistolas de chispa principalmente- que llevaban los tramperos: llenas de herrumbre, sucias…

Probablemente González Iñárritu y sus técnicos pensaron que de ese modo, como la acción transcurría en un pasado casi remoto para muchos habitantes del presente -para quienes nos dedicamos a la Historia es sólo antes de ayer- la gente de esa época parecería más “auténtica” si su aspecto era sucio y descuidado. Tanto en sus armas como en todo lo demás.

Un efecto de lo más curioso y que demuestra los también muy curiosos derroteros que el llamado cine “histórico” ha seguido desde la llamada “época dorada” de Hollywood -allá por los cincuenta del siglo XX- hasta hoy.

En esa época dorada los dramas históricos, rodados en Technicolor, causaban al sufrido público casi epidemias de conjuntivitis por el derroche de colores, brillos y esplendor que exhibían esas películas, donde parecía que la tela de raso y seda era regalada en cada callejón del Londres o el París de los siglos XVII y XVIII. Al menos a juzgar por el lujo presente en los trajes de hasta los últimos figurantes de esas películas. Salvo dos o tres mendigos y vagabundos que los ayudantes de dirección emplazaban aquí y allá para crear la adecuada tensión dramática.

En los años sesenta y setenta, afortunadamente, todo eso empezó a cambiar y se buscó verdadero realismo. Así, los “indios” empezaron a dejar de llevar pelucas que se repartían generosamente entre todas las naciones precortesianas. Tanto si eran iroqueses y pawnees -que llevaban el cráneo rapado salvo por crestas y pequeñas coletas cargadas de un profundo significado antropológico, que dejo para explicar otro día- como si eran cheyennes o sioux que, en efecto, lucían largas cabelleras a veces trenzadas. Basta con comparar cualquiera de las decenas de películas “del Oeste” producidas a mansalva en el Hollywood de los cincuenta con producciones como “Un hombre llamado Caballo”, “Pequeño gran hombre” o la misma “El hombre de una tierra salvaje”.

Ahora parece que ambas tendencias se han revertido. Ni lujo, ni realismo, sólo mugre y precariedad, suciedad institucionalizada, como se deduce de “El renacido”. Algo sencillamente absurdo para una película de ambiente histórico.

¿Por qué?. Bueno, sencillamente porque la gente de aquella época, de 1820 y antes y después, no iba por ahí revolcándose en la suciedad. Especialmente por lo que respectaba a las armas que, en el caso de tramperos como los que vemos en “El renacido”, dependían estrechamente de ellas para sobrevivir. Sólo hay un momento en “El renacido” donde vemos al personaje interpretado por DiCaprio limpiar el mosquete al parecer a conciencia, pero en realidad no, pues para evitar el óxido producido por la combustión de la pólvora era necesario desmontar y remontar casi a diario las armas. (Cosas que uno aprende en las reconstrucciones napoleónicas).

En todo lo demás esos tramperos, su fuerte, sus casas, sus ropas, sus casi inexistentes sombreros -otro detalle importante- parecen sacados de la basura. Un verdadero atentado al sentido común de unas épocas en las que se intentaba tener el mejor aspecto posible en todo momento. Incluso en la guerra.

Observen al caballerete que ilustra en primer lugar este artículo. Es un lechuguino español del año 1823 que, en esos momentos, está participando, como oficial del ejército reaccionario, en la guerra contra sus compatriotas liberales. Ni siquiera en tales circunstancias parece descuidado su aspecto. Su frac verde, de donde salieron expresiones como “vestir como un lechuguino” -consulten el “Diccionario del origen de las palabras” sobre el uso histórico de prendas color lechuga- está en buenas condiciones, da ese aspecto que identificamos, o identificaríamos, correctamente, como de esa época, con su bicornio, su pantalón anteado, sus botas de montar, etc…

Este documento gráfico, además, no es nada parcial. Clerjon de Champagny, su autor -del que ya he hablado en otros correos de la Historia- fue absolutamente despiadado con los españoles de 1823. Tanto con aliados como éste, como con enemigos. Según él no iban muy bien vestidos… Imaginemos pues: si tal nivel de atildamiento se daba en medio de la guerra y aún no era suficiente para convencer a un dandy parisino ¿cómo se debía vestir en 1820 aún en las peores circunstancias?.

En parte el mismo Clerjon nos da la respuesta en otra de sus imágenes, que es la que cierra este artículo. Se trata de otro jefe de partida contrarrevolucionaria. Un hombre tosco, que nada tiene que ver con el lechuguino anterior y del que Clerjon incluso tenía mejor opinión. A pesar de la mayor tosquedad de su uniforme, este jefe de partida reaccionaria del año 1823 trata de parecer lo más flamante y atildado posible, con su guerrera, su chistera con un alto plumero militar rojo, sus pantalones de montar, etc…

Estos dos extraordinarios documentos gráficos parecen indicarnos que, a veces, en lugar de avanzar hacia adelante en nuestros conocimientos retrocedemos, como decía un gran cineasta -Groucho Marx-, hacia las más altas cotas de la miseria.  Y lo más triste: sin necesidad alguna, pues si González Iñárritu quería hacer cine dogma, ¿qué necesidad tenía de meter a la Historia en danza para citarla incorrectamente?…

Un paseo por el pasado

Sobre el autor

Carlos Rilova Jericó es licenciado en Filosofía y Letras (rama de Historia) por la Universidad Autónoma de Madrid y doctor en Historia Contemporánea por la Universidad del País Vasco. Desde el año 1996 hasta la actualidad, ha desarrollado una larga carrera como investigador para distintas entidades -diversos Ayuntamientos, Diputación de Gipuzkoa, Gobierno Vasco, Universidad del País Vasco...- en el campo de la Historia. Ha prestado especial interés a la llamada Historia cultural y social, ahondando en la Historia de los sectores más insignificantes de la sociedad vasca a través de temas como Corso y Piratería, Historia de la Brujería, Historia militar... Ha cultivado también la nueva Historia política y realizado biografías de distintos personajes vascos de cierto relieve, como el mariscal Jauregui, el general Gabriel de Mendizabal, el navegante Manuel de Agote o el astrónomo José Joaquín Ferrer. Es miembro de la Sociedad de Estudios Vascos-Eusko Ikaskuntza


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