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Carlos Rilova

El correo de la historia

Setenta y un años después… De Tobruk a Tokio. Un balance histórico de la Segunda Guerra Mundial (1945-2016)

Por Carlos Rilova Jericó

Esta semana, como suele ser habitual, no les habrán permitido olvidar que se han cumplido 71 años del fin de la Segunda Guerra Mundial en el Pacífico -el último teatro de operaciones tras la caída de Berlín- con el lanzamiento de dos bombas atómicas.

Nada nuevo bajo el sol, como suele decirse. Ese gran drama humano es la típica serpiente de verano para un mes -agosto- que, tradicionalmente, no suele ser muy generoso con noticias con las que rellenar periódicos, telediarios o plataformas digitales.

Sin embargo, ha habido matices interesantes -y preocupantes, mirados desde la óptica de la Historia- en estos días de comienzos del mes de agosto.

El jueves, por ejemplo, el Telediario matinal de Tele5 daba dos noticias aparentemente separadas pero que, sin embargo, llevan a un balance de la Segunda Guerra Mundial -a setenta y un años vista- bastante preocupante, en efecto.

Una de las noticias evocaba los días de la guerra del desierto en el Norte de África. Esa que, gracias al Cine -cómo no- despierta ecos en muchas memorias que han crecido viendo películas “de guerra” como “Un taxi para Tobruk”, “Tobruk”, “Patton” y un largo etc…

En efecto, nos decía ese telediario que continuaba la guerra en Libia. Ahora no entre figuras ya míticas como Rommel o Montgomery y sus respectivos ejércitos, sino entre las pequeñas facciones en las que se ha dividido ese país tras la muerte del dictador Muamar el Gadafi tras la decepcionante “Primavera árabe” de hace cinco años.

Al parecer ahora hay un gobierno y Parlamento en Tobruk -esa estratégica ciudad que se disputaron italianos, franceses, españoles exiliados, británicos y alemanes durante la Segunda Guerra Mundial- que lucha, con su propio pequeño ejército, contra otras facciones que, a escasos kilómetros por mar de Roma, una de las principales capitales de la Unión Europea, se disputan la supremacía sobre ese punto del mapa de África que, por esa y otras razones (como el petróleo), sigue siendo casi tan estratégico como lo era hace setenta años.

La otra noticia era más explícita. Más llamativa si se quiere. Porque mostraba hasta qué punto toda la sangre derramada en los años cuarenta del siglo pasado, entre 1941 y 1945, parece haber servido de muy poco.

En efecto, la otra noticia de ese telediario de Tele5 decía que en Japón se estaban haciendo reformas para expurgar a su constitución del “carácter pacifista” que ésta tiene… A la noticia se le olvidaba añadir que ese “carácter pacifista” lo tiene esa constitución desde que en 1945 se arrolló la resistencia final del Japón imperial con dos bombas atómicas y con mucha sangre norteamericana, archipiélago a archipiélago, desde California hasta Okinawa…

Obviamente, y eso sí lo insinuaba la noticia, el objetivo final de ese expurgo antipacifista de la constitución japonesa, y el simultaneo nombramiento de una ministra de Defensa belicista, tienen como telón de fondo la actitud agresiva de Corea del Norte y de la China continental en la zona.

Evidentemente, Japón, aliado de Occidente en esa delicada parte del Mundo, debe buscar el modo de defenderse de esas amenazas más o menos supuestas, más o menos reales.

El problema es cómo se pone la medida a esa efervescencia bélica japonesa. La constitución de 1946, que el general Douglas MacArthur trajo bajo el brazo de su uniforme caqui en ese año, era una garantía para evitar que los clanes militaristas japoneses se hicieran con el control de Japón y se lanzasen, a la menor oportunidad, a crear un vasto imperio en toda Asia que incluía a China, Corea, Vietnam y, cada vez más hacia el Oeste, hacia el subcontinente indio, hacia el propio Imperio Británico.

Una salvaje operación de conquista que fue encubierta con el eufemismo de “Esfera de Coprosperidad asiática”, en la que, por supuesto, Japón y su poderoso Ejército se presentaban como libertadores de una Asia sometida al yugo del hombre blanco. Pequeño favor que los pueblos oprimidos sólo tenían que agradecer permitiendo que el yugo europeo se reemplazase por el yugo japonés y dejando que fueran los contables de Tokio quienes decidieran cómo se repartía aquella supuesta  “Coprosperidad” cobrada, sólo para empezar, con el sometimiento abyecto de poblaciones enteras, utilizadas como mano de obra o como esclavas sexuales en el caso de muchos miles de mujeres, y en permitir un expolio aún más crudo que el que hasta entonces habían perpetrado los europeos…

El corolario histórico de esas dos noticias es que ambas despiertan ecos muy inquietantes desde el punto de vista de los libros de Historia.

La ciudad de Tobruk cuya rendición permitió derrotar a la alianza nazifascista en 1943 parece ser ahora el teatro de un hervidero de facciones entre las que las cancillerías europeas no saben cuál elegir como mal menor y más conveniente a sus intereses. Muchas veces transidos de objetivos miopes y cortoplacistas que llevan al desencadenamiento -a medio plazo- de hecatombes como las de la frustrada “Primavera árabe”.

El Japón que había sido obligado a renunciar al militarismo que abrió y mantuvo en Asia, durante más de una década (entre 1931 y 1945), una guerra constante y destructiva, devastadora para miles de seres humanos, parece estar siendo alentado a abandonar ese mecanismo de seguridad para iniciar una escalada que puede ir mucho más lejos de lo que quienes la han autorizado quizás deseaban.

Así, a setenta y un años del fin de la Segunda Guerra Mundial, es difícil no preguntarse, con sólo prestar atención a la sección de Internacional de un telediario veraniego, qué clase de absurdo domina al ser humano, a su Historia, como para impedir que funcionen, al fin, políticas de seguridad colectivas que no acaben en una catástrofe bélica cada pocas décadas. Provocada, además, esa catástrofe bélica, casi exactamente por las mismas razones por las que se provocaron otras muy parecidas hace setenta, cien, ciento cincuenta años…

 

Un paseo por el pasado

Sobre el autor

Carlos Rilova Jericó es licenciado en Filosofía y Letras (rama de Historia) por la Universidad Autónoma de Madrid y doctor en Historia Contemporánea por la Universidad del País Vasco. Desde el año 1996 hasta la actualidad, ha desarrollado una larga carrera como investigador para distintas entidades -diversos Ayuntamientos, Diputación de Gipuzkoa, Gobierno Vasco, Universidad del País Vasco...- en el campo de la Historia. Ha prestado especial interés a la llamada Historia cultural y social, ahondando en la Historia de los sectores más insignificantes de la sociedad vasca a través de temas como Corso y Piratería, Historia de la Brujería, Historia militar... Ha cultivado también la nueva Historia política y realizado biografías de distintos personajes vascos de cierto relieve, como el mariscal Jauregui, el general Gabriel de Mendizabal, el navegante Manuel de Agote o el astrónomo José Joaquín Ferrer. Es miembro de la Sociedad de Estudios Vascos-Eusko Ikaskuntza


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