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Carlos Rilova

El correo de la historia

¿Qué pasaba en el Mundo hace cien años? Trincheras, revoluciones y espías (1917-2017)

 

Por Carlos Rilova Jericó

Supongo que un lunes como hoy, después de más de quince días envueltos en un régimen festivo de casi obligado cumplimiento, ni el redactor de estas páginas ni quienes suelen leerlas, tienen muchas ganas de pensar demasiado.

Por eso procuraré que este nuevo correo de la Historia (el primero de 2017) sea, aparte de entretenido, breve y bastante escaso de reflexiones demasiado transcendentales. Aunque con la delicada materia con la que siempre tratamos (la Historia) esto último, probablemente, sea más bien difícil.

Sin más preámbulo pues, pasaremos a plantearnos el tema de este lunes y, por tanto, a preguntarnos “¿cuál era el estado del Mundo en el año 1917?”. Es decir, ahora hace cien años.

La respuesta es relativamente sencilla. Hace ahora cien años la mayor parte del Mundo estaba sumido en una guerra descomunal (con el tiempo la llamarían “mundial”) que duraba ya cerca de tres años.

La mayor parte de Europa, excepto unos pocos países neutrales (Suiza, España…) estaba involucrada en esa guerra. Desde Portugal hasta Rusia pasando por las Islas Británicas.

Nadie había esperado aquello en agosto de 1914, cuando la guerra, tan temida como esperada, se hizo una realidad inevitable y los cañones y las ametralladoras sustituyeron a una Diplomacia que había hecho bien poco por evitar aquello.

El resultado, contabilizado en el año 1917, es decir, hace ahora cien años, era bastante desolador.

Para empezar la guerra no había sido ningún paseo militar -como también se esperaba en 1914- y la mayor parte de los ejércitos en liza estaban enfangados, literalmente, en una línea de trincheras que apenas había variado en esos casi tres años debido a que los contendientes tenían fuerzas humanas y técnicas muy igualadas.

La bien pagada de sí misma sociedad europea de la “Belle Époque”, descubrió en esos momentos que la guerra nada tenía que ver con las bellas estampas coloreadas de guerras “románticas”, como las napoleónicas.

También descubrió que la Ciencia, esa nueva religión laica predicada por Auguste Comte desde la primera mitad del siglo XIX, había servido para crear grandes avances científicos que hacían la vida mejor y más fácil para muchos, pero también para fabricar armas con un poder de aniquilación desconocido, capaces de matar hombres por millares en cuestión de minutos o de bombardear desde el aire ciudades como Londres o París. En esta última capital, hace ahora cien años, quedaba muy claro lo que había pasado, expresado de manera muy gráfica: la Torre Eiffel, todo un símbolo de esa creencia en la Ciencia como salvadora de la Humanidad, se había convertido en un puesto de comunicaciones y observación para prevenir ataques aéreos sobre la capital francesa, que los estaba sufriendo desde hacía tiempo. Por aire y también por tierra con grandes cañones utilizados por los alemanes. Maquinaría bélica en la que el ferrocarril y el cálculo matemático avanzado servían para lanzar proyectiles de alto poder explosivo al centro de París desde kilómetros de distancia.

En el resto del Mundo, salvo en los países neutrales de Sudamérica o Europa, las cosas no estaban mucho mejor. Se hacían grandes negocios gracias a esa guerra, pero coger un barco transatlántico era una lotería mortal. Una vez más gracias a otro invento de esa Ciencia de la que tanto se había esperado. En este caso los submarinos que la Marina Imperial alemana estaba empleando en algo que se llamó “guerra submarina sin restricciones” y que se llevó por delante desde “arrantzales” (es decir, pescadores vascos, para quienes leen esto más allá de las fronteras del euskera) hasta grandes barcos de pasajeros como el Lusitania.

Cosas así provocaron la entrada en guerra de los Estados Unidos de Norteamérica a partir de ese año 1917. Esa circunstancia demostró, por si no estaba bastante claro, que la guerra la ganarían quienes dispusieran de un mayor y más avanzado poder industrial. Como era el caso de esa potencia.

Los demás gigantes mundiales no estaban para demasiadas reflexiones de ese tenor hace ahora cien años. Rusia, víctima de su atrasado sistema político y económico, estaba siendo devorada por una guerra a la que aportaba, sobre todo, carne de cañón, sacada de su inmenso mundo rural en el que las cosas poco habían variado desde la Edad Media. Los centros urbanos e industriales, más avanzados, acabaron, bajo la presión de aquella guerra inhumana, impulsando una revolución que si no llegó a cambiar el Mundo, desde octubre de aquel año 1917, lo hizo temblar un poco más. Hasta 1989.

En Asia, otra reliquia del pasado -la China imperial- se desmoronaba ante movimientos modernizadores que trataban de imitar las ideas políticas que venían de aquella culta Europa que se hundía -una vez más literalmente- en el fango provocado por sus propias contradicciones internas. Por un lado estaban en aquella China imperial agonizante los comunistas, bien organizados (como suele ser costumbre en ellos) y por otro los nacionalistas del Kuomintang, decididos a modernizar China de una vez por todas al estilo del Japón Meiji que, en esos momentos, era parte de la Entente y, por tanto, beligerante en la que luego sería conocida como “Primera Guerra Mundial”.

No creo que haga falta decir que las diferencias entre nacionalistas y comunistas dejaron servida una guerra civil que asoló al país hasta después de la Segunda Guerra Mundial.

Con respecto a Oceanía y África las cosas no estaban mucho mejor. El primero de esos dos continentes se había convertido en otra fábrica de carne de cañón para Gran Bretaña y su espléndida guerra en el Hemisferio Norte y en otros frentes secundarios como el africano. Donde la supuesta superioridad del hombre blanco estaba quedando en entredicho entre los “nativos” que Europa había ido a “civilizar” en la segunda mitad del siglo XIX.

Poco más pasaba en el Mundo hace ahora cien años. Los espías que trabajaban para esas vastas fuerzas contendientes seguían a lo suyo: a ganar la guerra de las trincheras lejos de las trincheras. Algunos (la mayoría) hicieron esto con gran habilidad. Tanta que hoy ni siquiera conocemos sus nombres, aunque sí sus acciones y las consecuencias de las mismas. Otros fueron más estruendosos, pero menos hábiles. Como el agente intoxicador Bolo Pachá o Mata Hari, que el martes 13 de febrero de 1917 sería detenida por los Servicios Secretos franceses para, sobre todo, servir de chivo expiatorio por todo lo malo que le estaba ocurriendo a Francia desde 1914. De ella, quizás, volveremos a hablar en el correo de la Historia correspondiente a esa semana…

Un paseo por el pasado

Sobre el autor

Carlos Rilova Jericó es licenciado en Filosofía y Letras (rama de Historia) por la Universidad Autónoma de Madrid y doctor en Historia Contemporánea por la Universidad del País Vasco. Desde el año 1996 hasta la actualidad, ha desarrollado una larga carrera como investigador para distintas entidades -diversos Ayuntamientos, Diputación de Gipuzkoa, Gobierno Vasco, Universidad del País Vasco...- en el campo de la Historia. Ha prestado especial interés a la llamada Historia cultural y social, ahondando en la Historia de los sectores más insignificantes de la sociedad vasca a través de temas como Corso y Piratería, Historia de la Brujería, Historia militar... Ha cultivado también la nueva Historia política y realizado biografías de distintos personajes vascos de cierto relieve, como el mariscal Jauregui, el general Gabriel de Mendizabal, el navegante Manuel de Agote o el astrónomo José Joaquín Ferrer. Es miembro de la Sociedad de Estudios Vascos-Eusko Ikaskuntza


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