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Carlos Rilova

El correo de la historia

Los mayores males de la Historia… ¿por culpa del Nacionalismo?

Por Carlos Rilova Jericó

Este semana me ha parecido interesante (aunque quizás no sea lo más prudente) dedicar este nuevo correo de la Historia a las relativamente polémicas declaraciones de uno de los grandes poetas españoles del siglo XX. No otras que las del cantautor madrileño Joaquín Sabina acerca de que los mayores males que ha sufrido recientemente Europa, han sido por culpa del Nacionalismo.

Una observación no por bien conocida y difundida, menos certera. Ciertamente ahora mismo, hace cien años, en octubre de 1917, había centenares de hombres muriendo en el corazón de Europa. Por Francia, por la Gran Alemania, por el rey y por Gran Bretaña… convertidos en carne de obús y de ametralladora en cargas tan absurdas como heroicas.

Sin embargo, yo tengo mis dudas sobre que todos los males de Europa en los últimos cien -o más- años puedan ser achacados al Nacionalismo. Más aún en el caso catalán -que fue el que motivó las declaraciones de Joaquín Sabina- y que, por más que se esfuerce, no llega a la altura de las botas de, por ejemplo, el Nacionalismo fomentado por el káiser Guillermo II, quedándose en una cosa muy de andar por casa.

Esa complicada situación, la de Cataluña, se debe, en gran parte, no tanto al exceso de Nacionalismo (catalán), como a la ausencia de Nacionalismo español.

Sé que es un tema casi recurrente en estos correos de la Historia, pero es que es muy difícil sustraerse a la evidencia de que el Nacionalismo español (si así se le puede llamar) es casi inexistente. En cualquier caso, como señalaba el novelista barcelonés Eduardo Mendoza en un celebrado artículo aparecido a raíz de todo esto, lo cierto es que ese Nacionalismo es de recursos intelectuales bastante limitados. Y no sólo por parte de sus representantes oficiales, como indicaba Mendoza, sino en general.

La llamada “crisis catalana” lo está dejando ver bien claro. La exaltación patriótica española, lo que podríamos llamar Nacionalismo español, se está manifestando, prácticamente en exclusiva, por medio de vociferantes masas que agitan banderas en ocasiones de una más que sospechosa índole política. Al menos para un sistema democrático consolidado y digno de tal nombre. El colmo de todo esto, es la orquestación del principal grito de guerra de dichas masas.

Me refiero al “yo soy español, español, español…”. Esa especie de mini-himno nacional, divulgado gracias a las victorias de la selección española en el Mundial de Sudáfrica, en 2010, y que se canta con el estribillo de una popular canción… ¡rusa! Concretamente la celebre “Kalinka”, compuesta para una ópera (rusa, naturalmente) en el año 1860…

Todo eso, por supuesto, es el fruto de una cuesta abajo histórica que podemos remontar a mediados del siglo XIX. Desde esas fechas, España ha tenido un nacionalismo precario, claudicante, acomplejado… El caso de Antonio Cánovas del Castillo es una buena muestra de esto. Su obra histórica, escrita y publicada a mediados del siglo XIX, abundaba en esa negatividad, considerando con un pesimismo más enfermizo que bien documentado, que España estaba en “decadencia” desde la época de Felipe III. Es decir, desde comienzos del siglo XVII.

En las mismas fechas en las que Cánovas sentaba cátedra sobre cuál debería ser el talante del sentimiento nacionalista español (si es que había algo digno realmente de ese nombre y no una mera caricatura española del francés o británico) en Cataluña surgía un movimiento intelectual que forjaba -prácticamente de la nada- ese Nacionalismo catalán que sólo podía irse reforzando con el paso de los años, a medida que en España se consolidaba su imagen contraria. Es decir, la de un Nacionalismo español doliente, que consideraba que la nación sólo existía porque se negaba a sí misma, por ser inoperante, por ser, en fin, un ejemplo práctico de fracaso colectivo que sólo podía resolverse por medio de medidas drásticas, cuando no brutales.

En esto hubo una rara unanimidad. Desde las ilustraciones de desopilantes caricaturistas españoles de la segunda mitad del XIX, que representaban a España como un viejo león piojoso y medio muerto, hasta los inefables libros de la escuela franquista, que mostraban un mapa de España no menos piojoso y destruido desde la época de Felipe III. Una nación a la que hubo que revitalizar (según el guion de ese régimen) por medio de una medida verdaderamente drástica, más bien brutal. Como lo fue la Guerra Civil que ese régimen, además, se atrevió a calificar de “Cruzada”. En pleno siglo XX…

Obviamente, datos históricos como estos, muestran que el Nacionalismo español que debía haberse consolidado en la misma época en la que se consolidaban el alemán, el francés o el británico, era o sumamente discreto o casi evanescente. Inexistente a fuerza de negarse a sí mismo los méritos que los demás nacionalismos (tanto “grandes” nacionalismos como el alemán, o “pequeños” como el catalán) nunca dudan en atribuirse con mejores o peores fundamentos históricos.

Esta tesis, como muchas otras tesis históricas, podrá ser más o menos discutida, pero lo cierto es que tanto en el presente -como a futuro- será muy difícil comprender lo ocurrido en Cataluña sin acudir a la ausencia de un Nacionalismo español que ahora mismo está resquebrajando a España y haciendo temer a las cancillerías de la Europa unida lo peor.

Algo que, quizás, haría bien en llevar a ese -y otros gobiernos con intereses estratégicos en España- a plantearse hasta qué punto resulta inteligente mantener y fomentar en España -como se ha hecho hasta ahora- un bajo perfil intelectual y político que, obviamente, ha puesto en marcha una verdadera catástrofe en el corazón de ese continente tan opulento y estable. No desde luego por un exceso de Nacionalismo (catalán) sino, precisamente, por ausencia de un verdadero Nacionalismo (español).

Inexistente, como estamos viendo, más allá de manifestaciones desesperadas y mal articuladas, que lo único que hacen es mostrar la precariedad, en la España actual, del tejido nacionalizador del que toda nación debe disponer.

Al menos si es que quiere sobrevivir como tal de una manera más o menos viable y no de forma espasmódica, como ha estado ocurriendo en España durante el último siglo y medio. Agitada, esa nación, por sucesivas crisis de las que la actual que vivimos en Cataluña (conviene no engañarse al respecto) es sólo un episodio más de algo que empezó a fraguarse a mediados del siglo XIX y que, desde luego, para solventarse sin una verdadera catástrofe política, requerirá medidas mucho más eficaces que cambiar la letra a la canción rusa “Kalinka”. O, por poner otro ejemplo funesto, contar los beneficios de las empresas que fabrican banderas españolas… con o sin adornos heráldicos propios de la época en la que España estaba sometida a un régimen muy poco democrático.

Uno que ganó una guerra civil gracias, principalmente, a la ayuda de Adolf Hitler. Dicho sea esto por no olvidar detalles políticos de una importancia capital para una sociedad bien estructurada y asentada…

 

Un paseo por el pasado

Sobre el autor

Carlos Rilova Jericó es licenciado en Filosofía y Letras (rama de Historia) por la Universidad Autónoma de Madrid y doctor en Historia Contemporánea por la Universidad del País Vasco. Desde el año 1996 hasta la actualidad, ha desarrollado una larga carrera como investigador para distintas entidades -diversos Ayuntamientos, Diputación de Gipuzkoa, Gobierno Vasco, Universidad del País Vasco...- en el campo de la Historia. Ha prestado especial interés a la llamada Historia cultural y social, ahondando en la Historia de los sectores más insignificantes de la sociedad vasca a través de temas como Corso y Piratería, Historia de la Brujería, Historia militar... Ha cultivado también la nueva Historia política y realizado biografías de distintos personajes vascos de cierto relieve, como el mariscal Jauregui, el general Gabriel de Mendizabal, el navegante Manuel de Agote o el astrónomo José Joaquín Ferrer. Es miembro de la Sociedad de Estudios Vascos-Eusko Ikaskuntza


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