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Carlos Rilova

El correo de la historia

Un baile del Primer Imperio y la Historia de un conspirador tenebroso

Por Carlos Rilova Jericó

Este sábado tuve ocasión de asistir en Burdeos a la reconstrucción de un baile del Primer Imperio napoleónico.

Como siempre, estas ocasiones proporcionan un curioso espacio para reflexionar sobre lo que podríamos considerar como Historia experimental. La música, la concurrencia vestida de época -que no es lo mismo que disfrazada-, el lugar -en el caso que nos ocupa, un palacete bordelés dieciochesco- permiten recrear (esa es la idea de esta clase de celebraciones), una época o algún aspecto de la misma.

Un baile en esas fechas (pongamos entre 1800 y 1815) era un lugar similar a los actuales “cócteles”, recepciones políticas o presentaciones de libros. Es decir, un espacio donde unos iban a divertirse, a comer y a beber, otros a hablar de temas serios y sesudos y otros, finalmente, a tratar de graves asuntos políticos y/o económicos.

Con mayor o menor elegancia, con mayor o menor refinamiento en el vestido y en las maneras, no hay demasiados cambios en el fondo de lo que podía ser un baile en la época del Primer Imperio francés (o en la inmediata Restauración borbónica) y lo que hoy día son sus equivalentes más próximos.

Evolucionar, saber moverse en espesos ambientes como esos, no era fácil. Menos cuando la moda de la época actuaba (de manera deliberada y muy meditada) como una barrera más en una sociedad mucho más encorsetada -al menos en algunos aspectos- que la nuestra.

La sutileza en las maneras, pese a que la revolución de 1789 había desbastado un tanto el protocolo social y lo había rebajado mucho, también dificultaba el simple saber estar en lugares como el que tuve la oportunidad de ver recreado este sábado pasado en Burdeos.

Lo más curioso de eventos como estos, es el choque que se puede producir entre el intento de reconstruir una época o algún aspecto de la misma (tanto da si es un sacrificio a la Magna Mater romana, como un baile estilo 1815) y lo que sabemos a través de documentos históricos. Escritos o de otro tipo.

Ni que decir tiene que bailes como el reconstruido este pasado fin de semana, eran territorio vetado para más de un 70% de la población. Y eso por sólo dar una cifra aproximada. Los menos favorecidos por la Fortuna, por las espesas redes de poder de una sociedad dividida en clases (pese a la revolución), sólo podían aspirar a ver algo de ese gran mundo en calidad de sirvientes, músicos o cocheros de los afortunados que estaban en el centro de esos convites.

Pero no es sólo ese aspecto -tan obvio- en el que choca lo que sabemos documentalmente de una época con lo que podemos ver reconstruido.

Así es. Las decenas de libros de memorias sobre el período napoleónico, abren curiosas puertas a un pasado que, por supuesto, jamás podrá recrear una reconstrucción histórica de una batalla famosa. O de un baile anónimo de los cientos que se celebraron en Europa, mientras la alargada sombra de Napoleón se extendía sobre el Mundo para, después, menguar irremediablemente desde el verano del año 1815…

En efecto, quienes tengan la suerte de haber podido acceder a alguna buena edición de las “Memorias” del duque de Otranto, pueden percibir -enseguida- ese ligero desfase entre el esfuerzo reconstructor y la realidad tal y como la percibían personajes de alto rango, como el citado duque.

Este caballero (si así se le puede llamar, en contra del criterio de muchos) había nacido -como la mayoría de los que destacaron en el mundo napoleónico- a mediados del siglo XVIII, en el año 1759. Lo hizo en Bretaña, cerca de Nantes, y en ese momento distaba mucho de tener un título tan rimbombante como el que le otorgó Napoleón. Simplemente fue bautizado como Joseph Fouché. Era a lo más que podía aspirar el vástago de una familia de marinos y comerciantes. Una más de las muchas que sobrevivían en la Francia del Antiguo Régimen. Donde, por supuesto, los bailes en palacetes y con orquesta de cámara, les estaban vedados. Al menos hasta que sus negocios daban bastante dinero, y aún así…

El futuro duque de Otranto, además, siguió la indefectible estela de muchos hijos segundones en aquella época o, como era su caso, el de aquellos que no valían para el trabajo duro -en este caso el del Mar- ni para el aún más duro de la carrera militar. Es decir, por su carácter más bien enfermizo fue destinado a los estudios. Lo cual en ese caso, para una familia más bien modesta, equivalía a ingresar en alguna orden religiosa, en un seminario…

La revolución de 1789 cambió todo eso en la vida de Joseph Fouché, como lo cambió en la de muchas otras personas que vivieron esos tiempos turbulentos pero, quizás por eso mismo, apasionantes.

Su intelecto, su genio personal, que alguno de sus biógrafos describió como “tenebroso”, encontró mejores ocupaciones que la de ser profesor de una orden clerical.

Joseph supo abrirse paso en el mar de sangre que se abatió sobre Francia a partir de 1790. Adquirió puestos de responsabilidad en los sucesivos gobiernos revolucionarios. Fue enviado en misión -uno de los cargos más implacables y sanguinarios designados por la joven República- y, finalmente, encontró su espacio vital (por así decir) en el ramo de la Policía y, sobre todo, del espionaje político.

En esos campos demostró ser sumamente eficaz. Fouché todo lo espiaba y todo lo sabía. Era uno de los hombres mejor informados de Europa. No había complot o conspiración que se le escapase. A menos que lo considerará conveniente…

Todos los entresijos del poder (y la Francia napoleónica era el verdadero centro del poder mundial en sus años de plenitud) estaban bajo su incisiva mirada y él los manejaba como quien maneja una partida de ajedrez. Llegó, de hecho, a atreverse a dar un golpe de estado contra el mismísimo Napoleón.

Lo más notable del caso es que fracasó en él y, aún así, consiguió sobrevivir sin demasiado descalabro. Hasta que cayó el imperio que lo había elevado a la categoría de duque desde casi la nada más absoluta.

Si eso parece asombroso, aún lo es más el hecho de que Fouché, en sus magníficas “Memorias” (en las que se descarga de todo aquello de que se le acusa por sus numerosos enemigos) apenas menciona fiesta o baile alguno como el que yo vi reconstruir este pasado sábado.

No deja de ser notable, pues, el hecho de que Joseph Fouché, aquel genio tenebroso (como lo definió Stefan Zweig), no pareciera tener ninguna necesidad de ocasiones como éstas para mantener metidos en un puño de hierro todos los secretos de Francia. Los mismos que después utilizó a su antojo. Hasta que le dejaron. Pues como él mismo se lamenta en esas “Memorias”, sabía que moriría lejos de Francia, exiliado y repudiado. Algo que él ya debería haber previsto, pues más tarde o temprano ese suele ser -casi siempre- el destino de la mayoría de conspiradores, que cometen un error fundamental en esos sutiles juegos que juegan toda su vida: no saber en qué momento han dejado de ser reyes o alfiles para convertirse en simples peones prescindibles.

Algo que quizás el astuto Joseph Fouché hubiera podido entrever de haber asistido a más bailes elegantes. Esos a los que la revolución había abierto las puertas para muchos que de otro modo, por su bajo origen, los hubieran tenido vedados…

Un paseo por el pasado

Sobre el autor

Carlos Rilova Jericó es licenciado en Filosofía y Letras (rama de Historia) por la Universidad Autónoma de Madrid y doctor en Historia Contemporánea por la Universidad del País Vasco. Desde el año 1996 hasta la actualidad, ha desarrollado una larga carrera como investigador para distintas entidades -diversos Ayuntamientos, Diputación de Gipuzkoa, Gobierno Vasco, Universidad del País Vasco...- en el campo de la Historia. Ha prestado especial interés a la llamada Historia cultural y social, ahondando en la Historia de los sectores más insignificantes de la sociedad vasca a través de temas como Corso y Piratería, Historia de la Brujería, Historia militar... Ha cultivado también la nueva Historia política y realizado biografías de distintos personajes vascos de cierto relieve, como el mariscal Jauregui, el general Gabriel de Mendizabal, el navegante Manuel de Agote o el astrónomo José Joaquín Ferrer. Es miembro de la Sociedad de Estudios Vascos-Eusko Ikaskuntza


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