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Cuestión de pelotas

El árbitro, el ladrón, la nevera y su amante

Trencilla, hijoputa, ladrón y cegato. Dolorosos epítetos para un pobre señor que se dedica a servir como juez imparcial entre dos fuerzas antagónicas que enseñan los dientes, para un pobre deportista que corre en diagonal, sin gloria cuando acierta y con pena cuando falla. Ay, pobres árbitros.

Trencilla, hijoputa, ladrón y cegato. Dolorosos epítetos para un pobre señor que se dedica a servir como juez imparcial entre dos fuerzas antagónicas que enseñan los dientes, para un pobre deportista que corre en diagonal, sin gloria cuando acierta y con pena cuando falla. Ay, pobres árbitros.

No.

El mal arbitraje es un crimen sin víctimas. No es que no existan, es que a tenor de los resultados parece como si no existiesen. Cuando un árbitro se equivoca, suele hacerlo a favor de quien menos problemas va a darle en el futuro. Así, si Muñiz Fernandez mete una gambada espectacular en un partido Elche-Real Madrid, el resultado es el que conocimos ayer: el Comité Técnico de Árbitros no aplicará ningún castigo. Ni entrará en la famosa nevera, ni ofrecerá explicaciones sobre el penalti inexistente en el área de los locales en el minuto 94. Muñiz seguirá siendo uno de esos increíbles profesionales de la Liga Española que se regulan a sí mismos y que no conocen más ley que la que Victoriano Sánchez Arminio tiene a bien aplicar. Es la ley del más fuerte y los más fuertes son ellos.

Ser árbitro de primera es un chollo espectacular. Hay que tener unas condiciones físicas mínimas, obviamente, y chuparse unos cuantos años aguantando escupitajos, insultos e incluso bofetadas en los campos de regional, tercera, segunda B, segunda… Cuando el candidato ha demostrado que pasar por ese infierno no ha afectado a su salud mental, indica también que sus tragaderas son enormes, y por tanto que está maduro para ponerse en manos de Victoriano y convertirse en uno más del grupo de trencillas de élite que van a chupar de una teta cuya leche no deja de manar.

Y qué teta. Estar trotando por los impecables campos de Primera 90 minutos por semana supone unos emolumentos de 150.000 euros al año. No sé ustedes, pero yo hay días que no los gano. Y además lo hacen desde la impunidad absoluta. Basta con saberse las cuatro reglas básicas del reglamento: que si el balón pasa la raya por cualquier sitio que no sea entre los tres palos es fuera, que si un jugador atiza a otro es falta, que el balón no se toca con la mano y que eso de quitarse las camisetas es amarilla. Ni siquiera hace falta que sepan lo que es el fuera de juego, que para eso hay unos asistentes de lo más majos que levantan banderines por si tú no te has dado cuenta.

Cualquier fallo, por garrafal que sea, si no es un desconocimiento del reglamento, se considera error de apreciación. No importa que todo el estadio haya visto lo contrario, si él no lo ha visto es humano y además estará cansado el pobre, alguien le habrá tapado, el sudor habrá nublado su visión… Cualquier cosa menos reconocer que es un inútil o que, aún peor, ha errado a conveniencia.

Si la vida pusiese a cada árbitro malo en su sitio, las fábricas de Bosch y LG tendrían que hacer horas extras. Pero quién va a meter a un árbitro en la nevera si es uno de los nuestros, pobre, hasta ahí podíamos llegar. ¡Ni que alguien hubiese salido perjudicado!

No.

El mal arbitraje es un crimen sin víctimas. No es que no existan, es que a tenor de los resultados parece como si no existiesen. Cuando un árbitro se equivoca, suele hacerlo a favor de quien menos problemas va a darle en el futuro. Así, si Muñiz Fernandez mete una gambada espectacular en un partido Elche-Real Madrid, el resultado es el que conocimos ayer: el Comité Técnico de Árbitros no aplicará ningún castigo. Ni entrará en la famosa nevera, ni ofrecerá explicaciones sobre el penalti inexistente en el área de los locales en el minuto 94. Muñiz seguirá siendo uno de esos increíbles profesionales de la Liga Española que se regulan a sí mismos y que no conocen más ley que la que Victoriano Sánchez Arminio tiene a bien aplicar. Es la ley del más fuerte y los más fuertes son ellos.

Ser árbitro de Primera es un chollo espectacular. Hay que tener unas condiciones físicas mínimas, obviamente, y chuparse unos cuantos años aguantando escupitajos, insultos e incluso bofetadas en los campos de regional, Tercera, Segunda B, Segunda… Cuando el candidato ha demostrado que pasar por ese infierno no ha afectado a su salud mental, indica también que sus tragaderas son enormes, y por tanto que está maduro para ponerse en manos de Victoriano y convertirse en uno más del grupo de trencillas de élite que van a chupar de una teta cuya leche no deja de manar.

Y qué teta. Estar trotando por los impecables campos de Primera 90 minutos por semana supone unos emolumentos de 150.000 euros al año. No sé ustedes, pero yo hay días que no los gano. Y además lo hacen desde la impunidad absoluta. Basta con saberse las cuatro reglas básicas del reglamento: que si el balón pasa la raya por cualquier sitio que no sea entre los tres palos es fuera, que si un jugador atiza a otro es falta, que el balón no se toca con la mano y que eso de quitarse las camisetas es amarilla. Ni siquiera hace falta que sepan lo que es el fuera de juego, que para eso hay unos asistentes de lo más majos que levantan banderines por si tú no te has dado cuenta.

Cualquier fallo, por garrafal que sea, si no es un desconocimiento del reglamento, se considera error de apreciación. No importa que todo el estadio haya visto lo contrario, si él no lo ha visto es humano y además estará cansado el pobre, alguien le habrá tapado, el sudor habrá nublado su visión… Cualquier cosa menos reconocer que es un inútil o que, aún peor, ha errado a conveniencia.

Si la vida pusiese a cada árbitro malo en su sitio, las fábricas de Bosch y LG tendrían que hacer horas extras. Pero quién va a meter a un árbitro en la nevera si es uno de los nuestros, pobre, hasta ahí podíamos llegar. ¡Ni que alguien hubiese salido perjudicado!

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