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Alberto Moyano

El jukebox

Historia de un funeral bilingüe que también acabó en trifulca

La hilarante trifulca desatada en la boda transversal celebrada en Donostia y en la que una canción de Benito Lertxundi sirvió de catalizador de una bronca latente de forma previa me ha traído a la memoria una vieja anécdota que podría servir para ilustrar que lo acontecido en el Hotel Londres fue la versión farsa de lo que previamente suele ser la tragedia, si es que Marx estaba en lo cierto, al menos en algo.

Ocurrió en octubre de 1991. Una noche, poco después de las doce, recibimos en la sección de Cierre del DV, en la que por aquel entonces ejercía de becario, un aviso de que se habia producido un tiroteo en un bar de Egia. Tenía todas las pintas de ser un atentado, algo bastante frecuente por aquella época. Me tocó ir al lugar de los hechos. Se trataba del bar El Puente, situado en la calle Río Deba. Dos guardias civiles que acababan de cenar habían sido ametrallados desde el exterior por dos encapuchados, mientras permanecían sentados de espaldas a la puerta y a la ventana del establecimiento. En aquella época aún no había Escenario Del Crimen, ni nada parecido. Según ibas llegando al lugar del atentado, campabas por tus respetos. Así, mientras fuera del bar seguían llegando Nissan Patrol de la Benemérita, con las sirenas luminosas encendidas, focos de luz que barrían la calle y agentes en los estribos del vehículo que apuntaban a todo bicho viviente con sus fusiles automáticos -o lo que sea que usaran en aquellos tiempos-, un par de periodistas mirábamos los cadáveres de Eduardo Sobrino, de 33 años y natural de Galicia, y Juan Carlos Trujillo, de 25 y nacido en Ciudad Real. Recuerdo que en el suelo del bar había un descomunal charco de sangre que obligaba a dar un salto para entrar si no querías pisarlo y que uno de los cadáveres, tumbado sobre la mesa, tenía en la mano izquierda un cigarrillo rubio consumido por entero pero con la ceniza intacta. Y como han pasado veintinún años, no recuerdo gran cosa más.

Al día siguiente, a media tarde, se celebraron los funerales en la parroquia de la Sagrada Familia de Amara, junto al instituto Peñaflorida, antes del traslado de los cuerpos a sus respectivas tierras natales. Como es mi costumbre y defecto, llegué con bastante antelación. Mejor no lo hubiera hecho. En la puerta del templo había un guardia civil de paisano, gritando a los desiertos balcones de la calle José María Salaverría: “¿Dónde está el pueblo vasco? ¡Vaya mierda de pueblo de los cojones!” “Cobardes!”, “¡Hijos de puta!”, etc. Uno de sus compañeros intentaba calmarle, pero continuaron resonando los gritos e improperios,de los que pasé de inmediato a ser objeto, en cuanto me localizó con la mirada en medio de la calle vacía.

Poco a poco, fueron llegando más personas acompañando y portando los dos féretros, procedentes del vecino edificio del Gobierno Civil, hoy Subdelegación del Gobierno. En una esquina, nos juntamos los periodistas. Cuando llegó la hora del funeral, unos y otros entramos en la Iglesia. En estos casos, la costumbre era que la prensa se colocara en un lugar discreto y tras la homilia saliera de la iglesia para esperar en el exterior el final de la ceremonia. Y así lo hicimos. Mal hecho. A los pocos minutos se escucharon algunos gritos procedentes del interior y acto seguido, un grupo de personas indignadas abandonaron el templo haciendo aspavientos. Eran los familiares de los fallecidos y buena parte de los asistentes. Preguntamos qué había pasado, pero en medio del tumulto sólo sacamos en claro que el sacerdote se había puesto a hablar en euskera. No supieron precisar más. Los periodistas recogimos las confusas expresiones de cabreo de los presentes y nos fuimos a nuestras respectivas redacciones.

Al llegar a la mía, los responsables de la sección de Política escucharon mi relato y al terminar me hicieron la pregunta obvia: “Pero, ¿qué ha dicho el cura?”. Respuesta: “Ha rezado o cantado en euskera”, repetí. “¿Rezado o cantado?”. “No lo sé, pero ahora me entero”, respondí sudando tinta. Busqué el número de la parroquia, llamé por teléfono, cogió alguien, me identifiqué y pregunté por el sacerdote, la voz me dijo que aguardara un minuto. Finalmente, el párroco se puso al teléfono. Le pregunté que había pasado exactamente y me contestó: “He empezado a cantar el ‘Gure Aita’, el padrenuestro, la oración que nos une a todos los hombres”. Algunos familiares se sintieron molestos, insultados, provocados… “En absoluto ha sido mi intención, todo lo contrario”, me explicó el hombre que, todo hay que decirlo, estaba algo más que desolado.

Y aquí acaba la historia. Al día siguiente se publicaron en el DV las declaraciones del cura. Y al siguiente, ‘Deia’ recriminaba al resto de los periodistas que no se hubieran enterado de cuál había sido el motivo que desencadenó el incidente. “O los periodistas no van habitualmente a misa o no saben euskera. El de El Diario Vasco fue la excepción”, concluía. Por supuesto, me sentí un impostor, así que mostré la reseña a uno de los compañeros que me había empujado a enterme de los hechos con exactitud para hacerle partícipe del elogioso comentario. Estaba liado y no me hizo excesivo caso, que se diga. “Hala, muy bien, majo” o algo así. Por mi parte, me guardé de recuerdo el recorte, aunque hoy es el día en el que no sé dónde.

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