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Alberto Moyano

El jukebox

La saltarina espuma de los días

Curioso: quienes se mofan -con razón- de los monaguillos que prometen el castigo divino por cada masturbación en justa correspondencia con la ofensa propinada a la deidad de turno, se apresuran a atribuir las catástrofes naturales a la ira de la Madre Tierra, Gaia o cualquier otra entelequia que pase por aquí. Así, un oleaje descomunal cuyas causas son perfectamente resumibles en términos de fórmula matemática es de inmediato calibrado como represalia por nuestros pecados. Lo que en unos casos se interpreta como merecido castigo a la profanación lujuriosa de ese templo sagrado que, según las sotanas, es nuestro cuerpo, en otras se atribuye a la insaciable codicia del hombre, empeñado de someter a la naturaleza, un mongol de crueldad infinita, conviene recordarlo. En ambos casos, el esquema es el mismo y bochornoso: si eres bueno serás premiado y si eres malo, castigado. Los sacerdotes del panteísmo tienden a obviar que los dinosaurios pastaban en perfecta armonía con la naturaleza cuando ésta les aniquiló sin mayores miramientos y si cobra fuerza la teoría de que el tsunami en la costa vasca es obra de una mano justiciera -una especie de desfile del Día del Orgullo Gaia- será a costa de obviar  la existencia de los Países Bajos. Para colmo, las imágenes del devastado club de tenis refutan la hipótesis de que  las catástrofes siempre se ensañan con los más desfavorecidos y apuntan más bien a que, esta vez al menos, el azote natural se ha concentrado en el metro cuadrado más caro de España.  Aún habrá quién se empeñe en defender que la naturaleza es muy sabia. Pues bien: de ser así, cómo explicar que aún sigan en pie el Bellas Artes, el mercado de San Martín y  las pistas de atletismo.

 

 

 

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