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Alberto Moyano

El jukebox

Es más fácil que un camello pase por una aguja

Si se confirmara la implicación de elementos o incluso contingentes entero de las Fuerzas de Seguridad del Estado en el tráfico de heroína durante los años ochenta en Euskadi la revelación tan sólo confirmaría la perfecta homologación de la sociedad vasca con sus contemporáneas. A nadie se le escapará que la hipótesis de que la Guardia Civil tuviera que recurrir al narcotráfico para aplacar los impulsos levantiscos de la juventud vasca resulta la mar de sugerente, pero lo cierto es que el negocio de la heroína generaba y genera tan ingentes beneficios que su reparto convierte en innecesarias las conspiraciones de carácter político. La implicación policial en las tramas de distribución de la droga forma parte hace décadas del paisaje global, de Estados Unidos a Japón, de los países nórdicos a Suráfrica. Es evidente que la telegenia intrínseca a «tuvieron que frenarnos con el ‘jaco’» es infinitamente más sugerente que la simplona «fuimos como todos»: Cristina F. en Berlín, Mark Renton en Edimburgo.

La teoría conspiranoica halaga nuestros oídos, magnifica la peligrosidad de los pobres diablos que fuimos y engorda el ego de una generación desmesuradamente narcisista, pero la realidad conspira contra el mito: durante los primeros ochenta, con la plaga narcótica en plena expansión, ETA sufría tal hipertrofia a causa de las riadas de jóvenes que ingresaban en sus filas que simplemente no sabía hacia dónde canalizar el superávit de voluntarios. Quizás de ahí que los destinara a tareas tan peregrinas como ametrallar camiones con matrícula francesa en los márgenes de las autopistas. Todo esto no quita para que la llamada ‘red Galindo’ realmente existiera, ni que el presunto carácter heroico en la lucha antiterrorista del oficial que dio nombre a la trama le hubiera dotado de enorme impunidad y, si se quiere, incluso de la protección de las más altas esferas. Pero las razones antiinsurgentes sucumben bajo el peso de los astronómicos beneficios económicos hasta convertirlas, de haber existido, en anecdóticas.

Cuando se trata sobre la droga así en general, no digamos sobre la heroína en particular, se soslayan dos factores: uno, que para acabar dependiendo de una sustancia hace falta, si no una voluntad  férrea, sí una perseverancia casi heroíca antes de alcanzar la adicción. Es más: al igual que sucede con el tabaco, las primeras ingestas no resultan especialmente agradables y, sin embargo, la pertinaz insistencia derriba cualquier muro.  Y dos, la infantil insistencia en ocultar que lo que pasa es que las drogas están muy buenas, según tiene dicho alguien que las ha probado todas.

Si ETA se embarcó en la lucha antidroga,  cebándose básicamente con los microcamellos de barrio, fue en busca de esa popularidad que tan sólo otorgan aquellas causas sobre cuyo indiscutible carácter noble existe un amplio consenso social. Por supuesto, su accionar no impidió que, ni tan siquiera por una hora, todas las drogas disponibles por aquel entonces en el mercado continuaran accesibles en cada una de las ciudades y pueblos de Euskadi. Nadie podrá decir que ETA le salvó del infierno de la droga. Y eso es algo que ayer como hoy demuestra la fortaleza de un mercado, que como cualquier otro del sistema capitalista, para funcionar únicamente necesita que fluya el dinero.

 

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