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Alberto Moyano

El jukebox

Desde la altura de sus corbatas

Repasados todos los aspectos en torno a la Capitalidad Cultural que Donostia estrenará hoy, no sería justo pasar por alto el papel desempeñado por los expertos europeos que se encargaron de monitorizar el proyecto. A lo largo de todos estos años en los que Donostia 2016 fue primero candidatura y después la opción elegida, el comportamiento errático, quien sabe si incluso arbitrario, del jurado europeo y del comité de seguimiento ha pasado un tanto desapercibido, pero de hecho está sembrado de «perlas», algunas inolvidables. La primera fue el paso de Córdoba, junto con otras cinco ciudades, a la segunda fase tras un corte que dejó en la cuneta a una decena de ciudades que aspiraban también a la designación. Y lo curioso es que la ciudad andaluza, la gran favorita durante los tres años de proceso de selección, logró sortear el primer corte con un proyecto que fue acreedor a un severo rapapolvo. Así, tras destacar la ausencia de una planificación cultural adecuada, el jurado lamentó que la delegación cordobesa diera «respuestas incompletas» a las preguntas planteadas y mostraba su estupor ante el «excesivo uso de argumentos relacionados con el pasado de la ciudad, y la falta de una visión inspirada y compartida de Córdoba como una ciudad de cultura para el futuro», antes de sentenciar que «la candidatura quizá sufra de un exceso de confianza». Por último, lamentaba «la gran brecha entre los principales argumentos de la candidatura, y los medios y herramientas reales» diseñados para su realización. Ante semejante lista de despropósitos la pregunta era: ¿por qué Córdoba pasó a la segunda fase en más que probable detrimento de otra candidata? La respuesta es que nunca lo sabremos.

El siguiente episodio «europeo» que invita a preguntarse si los criterios de selección de las capitales culturales europeas son similares a los que rigen las designaciones de sedes mundialistas u olímpicas a cargo de FIFA y COI respectivamente fueron los periódicos informes elaborados sobre la marcha del proyecto donostiarra. Aquí nos encontramos con una alternancia de diagnósticos catastrofistas y optimismo irredento, en el que las cuestiones cruciales se convertían en unos meses en anecdóticas o, simplemente, desaparecía de la agenda de los «expertos». En este desconcertante zigzag, «la falta de liderazgo» del alcalde pasaba de síntoma alarmante a un asunto del que nunca más se volvió a hablar; la ausencia de patrocinios privados amenazaba un día el proyecto y al siguiente era una cuestión perfectamente aplazable al legado de la etapa «postcapitalidad». E incluso cuando el proyecto zozobraba sin más dirección que la «transitoria», el comité de seguimiento visitó la ciudad para informarnos de que todo iba bien y de que la ausencia de un director, una figura poco menos que ornamental, carecía de importancia.

Descabezado el proyecto, sin responsable de comunicación y con un presupuesto menguante, el Comité de Seguimiento atribuyó las críticas políticas al hábito –»es normal entre políticos, dado que no son del mismo partido que el alcalde»–, y las de los medios de comunicación a la falta de patriotismo localista –»cuando son continuas y sin fundamento, afectan a la reputación de la ciudad»–. ¿Sin fundamento? El propio comité de seguimiento criticaba con dureza meses antes el retraso en la ejecución del proyecto, las injerencias políticas y la falta de liderazgo, así como el recorte presupuestario y los incumplimientos económicos, además de expresar su desconfianza en las cuatro instituciones implicadas. Nada de todo esto importaba porque, según explicaron en el transcurso de aquella visita del verano del 2014 con una prosa propia del más abyecto manual de autoayuda, «todas las capitalidades culturales tienen momentos de crisis» y «una crisis es un proceso normal de crecimiento: cuando uno crece hay dolor».

En este itinerario que sería demasiado benévolo calificar como el del palo y la zanahoria, la guinda fue el informe del pasado mes de abril, resultado de una visita previa de una delegación donostiarra a Bruselas, en el que el imprevisible jurado obviaba cuestiones como la reducción presupuestaria, la demanda judicial del Ministerio contra Kontseilua y la propia Fundación, o el retraso en el proyecto de la nao San Juan, para calificar de «preocupante» el «elevado» número de proyectos aún en fase de definición y que cifraba en un 75% del total. Nada de esto impidió que el insigne jurado concediera el Premio Melina Mercouri , dotado con 1,5 millones.

Por contra, es de justicia reconocer que donde las han dado, las han tomado, y que en esta especie de «ruleta de Bruselas» también a los expertos jurados europeos se la hemos colado. Como cuando se les dijo: «Si Donostia gana la Capitalidad Cultural Europea 2016, el proceso de paz en el País Vasco será imparable». Todo un emplazamiento sin demasiada consistencia al que era difícil sustraerse y al que por supuesto sucumbieron. En efecto, el proceso ha sido largo y todos hemos aprendido mucho.

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