Me gusta el cafe solo sin azucar. Me gusta mucho, pero lo tomo poco porque me sienta como un tiro. Lo bebo en ocasiones. Después de una buena comida, cuando me hacen madrugar, si tengo que viajar o directamente como producto dopante, cuando quiero alargar la noche y no quiero que me estropee la fiesta el cansancio de todo el día. Pero tengo un problema. Bueno, tenía.
El problema es, o era, que si pedía un café solo, me traían un sorbito de tinta china el noventa por ciento de las veces. Y claro ese engrudo que se puede cortar con cuchillo y tenedor y que además sabe a rayos, no es de mi gusto.
Así que aposté por el café americano. Lástima de no llevar puesto el bañador porque me podría haber dado un chapuzón si no fuera porque aquella agua sucia no invitaba al baño.
Busqué soluciones intermedias. Encontré lugares en los que pude disfrutar de un capricho que, ya digo, sólo me permito de vez en cuando, pero el balance era más bien negativo. Hasta que entré en una panadería en la esquina de Virgen del Carmen y la calle Egia. Empecé a dar mis explicaciones habituales y ¡oh sorpresa! me entendieron.
Es más hasta me abrieron puertas. “Pide un cafe solo en una taza más grande y una jarrita con agua caliente y lo alargas a tu gusto” Lo hice. Que bueno. A mi gusto. Y con un liquido oscuro y transparente sin que el plus de agua arrastre el residuo y la basura que queda en el filtro después de que haya caído a la taza la crema del café.
Lo he intentado en más sitios, pero con éxito desigual. No me agrada que el camarero, cuando se lo pido, abra los ojos como la vaca cuando ve pasar al tren. Ocurre a menudo. Esta mañana he vuelto a mi panadería. Me había tocado madrugar. Un café. Dicen que es veneno. Será, pero por lo menos aquí es un veneno bien rico.