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Lourdes Pérez

La mirada

La hora estelar de la indecencia

El escritor checo Pavel Kohout escribió hace unos años una novela mezcla de relato histórico y género negro titulada, muy sugerentemente, ‘La hora estelar de los asesinos’. En los últimos dias del nazismo en la Praga ocupada, un psicópata perpetra sus crímenes en medio del terror, el caos, la incertidumbre y la desesperanza. A su modo, España está soportando ahora lo que podría calificarse como la ‘La hora estelar de la indecencia’, en la que prácticas bochornosas se enseñorean en un espacio público asfixiado por la extenuante crisis que soporta el país, las penurias domésticas para llegar a fin de mes y el descreimiento colectivo sobre la capacidad de la política para sobreponerse a una situación crítica. No es extraño que en este deprimente caldo de cultivo, aún más agobiante porque se ha desencadenado tras años de bonanza y alegrías, florezcan los casos de presunta corrupción: ya ocurrió tras los fastos de 1992, y el asesino siempre puede regresar al lugar del crimen, sobre todo si no se le detiene antes. España es un país que digiere mal a los ricos sobrevenidos y sospechosos: aunque el sistema no sea ni eficaz ni diligente en la persecución de los delitos de corrupción, la jactancia de los presuntos implicados en ella siempre termina por delatarles. Pero con todo, y con ser muy malo, lo peor de las últimas semanas no está siendo la sucesión de informaciones sobre actos dudosos, irregulares o directamente ilícitos, sino la desvergüenza, la falta del mínimo decoro del que vienen rodeados.

Ahí está la peripecia de Jesús Sepúlveda, marido en gananciales de la ministra Mato durante los años en que operó la red Gürtel. El Partido Popular sigue empleándole como “funcionario de la casa” con la excusa de que las imputaciones judiciales no son causa objetiva de despido, cuando tendría cuajo que alguien como exalcalde de Pozuelo, sobre el que pesa la acusación de haber recibido dádivas de la trama corrupta de Correa y compañía, denunciara a su empresa por apartarle de su puesto. Provoca sonrojo que Luis Bárcenas, el hombre que controló las finanzas del PP durante dos décadas y al cual se le han descubierto dos cuentas multimillonarias en Suiza -utilizada una de ellas, al parecer, para tratar de acogerse a la amnistía fiscal-, se ofrezca a someterse al polígrafo en una televisión antes de verse obligado a pasar ante la Fiscalía; y mientras es sorprendido en distintas ciudades disfrutando de la buena vida que presuntamente solo puede financiarse con los fondos acumulados de manera oscura durante años. Aunque es probable que no haya nadie que esté abusando tanto del descaro como Iñaki Urdangarin. Ya fue una temeridad muy impropia de su situación procesal (y familiar) que optara por desafiar a todo y a todos presenciando en directo la final del Mundial de balonmano en Barcelona. Pero la forma en que están redactadas sus apelaciones ante el juez y su amago de alegar indefensión ante el Tribunal Constitucional flirtean con un victimismo muy hiriente para la ciudadanía, especialmente la que más está sufriendo el impacto de la crisis. El duque tiene todo el derecho a usar los recursos jurídicos a su alcance para intentar contrarrestar la catarata de imputaciones que le persigue como una pesadilla. Pero eso no justifica que su defensa utilice expresiones tan sangrantes como que Urdangarin estaría soportando “un empobrecimiento injusto” con la imposición de la fianza y el riesgo cierto de embargo de sus bienes.

La lista de indecencias es prolija y va engrosando cada día. En ella también tienen cabida, con distinta relevancia, las proclamas de todos aquellos responsables institucionales y políticos que exigen ahora una regeneración democrática, cuando buena parte de ellos llevan sumados ya muchos trienios en el defectuoso ejercicio de la cosa pública.

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