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Lourdes Pérez

La mirada

Pongamos que hablamos de Luis

Pongamos que el parado se llama Luis. Que lleva casi cinco años sin trabajo desde que cerró la fábrica en la que estaba contratado y que apenas cuenta con expectativas de encontrar otro más o menos digno y estable en lo que le resta de trayectoria laboral, por edad y por su limitada formación. Que solo le resta el arropamiento de algunos allegados y el último recurso a un subsidio de 426 euros que se puede obtener hasta en tres ocasiones, pero no consecutivas, lo que significa que en el año de obligada carencia administrativa entre una solicitud y otra Luis carece de recursos salvo que se obre el milagro de hallar una ocupación remunerada. Pongamos también que, dadas las circunstancias, su única ventaja es que no dispone de eso que la burocracia denomina ‘cargas familiares’, como si compartir la vida con alguien y tener hijos representara un fardo vital. Hace tres años, cuando las listas del desempleo empezaban ya ha engrosarse con la escalofriante cifra de los parados de larga duración, el Gobierno de Rajoy aprobó un paquete de ajustes, recortes y reformas que incluía posponer de los 52 a los 55 años la prestación -en la práctica, un seguro de subsistencia- para aquellos que habían sido expulsados del mercado laboral en el peor momento: en medio de la crisis económica más destructiva en décadas y a muy mala edad, porque en la era del consumo vertiginoso, uno pasa a ser considerado viejo para resultar productivo y rentable, si se descuida, en cuanto pisa la cuarentena. Nuestro protagonista no llegó a alcanzar ese salvavidas por un puñado de días: el BOE que oficializaba el tijeretazo se adelantó a su cumpleaños. Como las esperanzas siempre son modestas en la casa del pobre, Luis confiaba en poder acceder ahora a ese colchón, mientras sigue buscando trabajo en vano, una vez cumplidos ya los 55. En la oficina llamada ‘de empleo’, casi huérfana de parados en los tiempos de bonanza y convertida desde que estallaron todas nuestras burbujas en un paraje de apreturas y desolación, le informan de que el enésimo cambio en la legislación requiere como nueva condición haber trabajado al menos tres meses, después de haber consumido la cobertura por pérdida de trabajo, para poder pedir la ayuda. A cada día que pasa, y cuando la recesión se ha ido pero la crisis aún no, menos posibilidades tiene el desempleado de larga duración de encontrar acomodo en un mercado laboral exiguo y exigente. Pero la norma fuerza al que perdió lo que tenía y no encuentra cómo recuperarlo, en unas condiciones muy cuesta arriba, a sumar 90 días de trabajo para optar a la prestación de los 55 años.

El funcionario mira a Luis, se disculpa por resumir su situación con un expresivo ‘qué putada’ y se permite aventurar, en voz baja, que quizá la regulación vuelva a modificarse si entra un nuevo Gobierno tras las elecciones generales.

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