La situación fue absurda pero jugosa. Hablábamos de terapia génica.
-It’s amazing -dijo el científico-. I mean, I like how you think.
-¿Está entendiendo castellano? -dije, confundida, notando la sorpresa
en la voz del entrevistado. Atrás quedaban las clases de inglés. Los
tonos, ya se sabe (a veces por desgracia), informan más que los
contenidos.
-I mean… -insistía el profesor-. ‘Le gusta mucho cómo piensas’, dijo
entonces la traductora. ‘Vas quemando etapas. Pin.Pin.Pin…’, añadió
el médico que asistía a la conversación.
Todo un elogio para quien proviene de la confusión -me dije-. La
investigación empezaba a ordenar ideas. Me había visto obligada a
reconocer que la razón no siempre tiene razón. Ocurrió en aquel
callejón de Edimburgo, donde una prima de Lisbeth Salander se apoyaba
en una persiana mientras se fumaba,
indolente-que-no-se-afecta-o-conmueve, un cigarrillo. ‘Ni se te ocurra
entrar’ -me dijo la voz de la experiencia-. Pero en seguida a mi
cerebro llegó la certeza-firme-adhesión-de-la-mente-a-algo conocible-sin-temor-a-errar de que entraría.