Creo que el hombre que atiende las cabinas se estaba leyendo un diccionario. Cuando intenté leer ‘La náusea’ -hoy no sería posible un título así- recuerdo que su autor contaba que ‘Castor’ -para entonces ya sabía que Sartre llamaba así a Simone de Beauvoir-  leía un diccionario. Bueno pues dejé al hombre con sus definiciones y me adentré por ese pasillo blanco y aséptico que es pórtico de esa gran cosa que es el verano y el contacto con la naturaleza.

Dejé mi bolsa y las gafas de sol y me atreví a salir a la arena en biquini. Sin camiseta. Pensé que la marcha a buen ritmo le vendría bien a ese cuerpo -el mío- que ha vivido de rentas hasta hace unos años (bastantes) pero está necesitado de Somatoline o de una afición tardía al footing. ¿Por qué no? Nunca me he resignado a que sea demasiado tarde para algo.

Pocos habían tenido la audacia de lucir piel en este día del Padre de viento sur. Faltaba el sol. Crucé el Pico del Loro tomando nota de los desperfectos y llegué al Náutico donde comprobé cuánto habían crecido los mejillones. Poco porvenir en playa urbana.

Al regresar me surmergí en el agua de Ondarreta en mi bautismo del verano. Sin nadar. Cuando entré a por mi ropa, el hombre seguía leyendo el diccionario.