En esos cursos contra el aburrimiento, la rutina y el tedio que son los de innovación y liderazgo se estudia el caso del ‘post-it’. Ya saben, esa cola que salió mal y pegaba poco y terminó convirtiendo a la empresa inventora en líder de ventas. Y todo por una idea.
Pues bien. La mía fue sencilla y sin afan comercial. He heredado de mi familia el convencimiento de que hay que dar a las cosas una utilidad. Mi madre nunca ha necesitado campañas de reciclaje. Tras el baño de mi hijo descubrí un frasco de crema hidratante que se había pasado. Su estimulante olor original había adquirido una nota rancia. No era la primera vez. A algún frasquito de hotel olvidado le había pasado lo mismo. Pero el bote estaba nuevo. ¿Tirar su contenido a la basura? ¿Lanzarlo completo al contenedor amarillo?
Miré las botas de mi hijo trotadas y sucias tras las horas de patio escolar. Y se alumbró la bombilla. Cogí un trapito de la caja de limpiar zapatos y extendí la crema.
Ahora entiendo cómo tuvo que sentirse Einstein.