Mediodía. Una terraza al sol. Dejo el final de la caña que me estaba tomando en la parte de sombra de la mesa, junto a dos vasos vacíos. El camarero llega deprisa y agarra con su pulgar, índice y corazón los tres recipientes. Gesto preciso en hostelería.
-Con lo rica que me estaba sabiendo -apunto, camino de la resignación-.
-Te traigo otra, ya he puesto los dedos -dice él, el cuartillo de líquido dorado colgando ante mis ojos-.
-Deja no hace falta -zanjo resignada-. Quedaba muy poco.
Se retira encogiéndose de hombros, pero al traer la cuenta, me devuelve la medida de bebida retirada, regalo inesperado.
Observo la minuta. Hay un café de más. Nos renuevan la cuenta, pero en los cambios aparecen diez euros a mi favor. Se los devuelvo al hombre de la cerveza. Resopla aliviado.
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