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A LOS 49 AÑOS DE LA MUERTE DEL CHE GUEVARA

Con relativa frecuencia me encuentro en páginas de la prensa digital con alguna fotografía o referencia de Ernesto Guevara de la Serna, el famoso, mítico “Che Guevara”. Por estos días del mes de octubre no necesito fotos ni noticias que hablen de él para verle aparecer en el lienzo de mis recuerdos. Fue el 9 de octubre de 1967 que le prensa escrita, hablada y gráfica de todo el mundo divulgó la noticia de que el Che Guevara había muerto. En Bolivia, en la selva del Departamento del Beni. No era la primera ni segunda vez que se anunciara eso de él. Instintivamente, siempre reaccionaba con un no, le tenéis muchas ganas, pero todavía no. Ese día sentí como un temblor dentro de mí y agaché la cabeza para decirle adiós con algo húmedo cristalizándose en mis ojos.

Esa tarde comenzaba el novenario al Señor de los Milagros y se me había encomendado su predicación en el templo en el que se venera su imagen en Lima, Perú. Me fue imposible concentrarme y pensar en qué iba a decir. Salí al presbiterio y no me venían ni ideas a la mente ni palabras a los labios. Por fin -no estoy del todo seguro de las palabras- dije: ¡Ha muerto un hombre! Y dirigiéndome al Cristo pendiente de una gran cruz, al Señor de los Milagros: Tú sabes quién. Espero que le hayas recibido donde quiera que Tú estés.

Hacían ocho, casi nueve años que nos habíamos conocido en Cuba, el Día de Reyes del 59. Tres días antes él se había hecho cargo de la Comandancia de La Cabaña y El Morro, esa muralla con el faro a la izquierda y a los pies el canal de agua que lleva a la bahía de La Habana, que se muestra en la tele cada vez que se va a hablar de Cuba. Tanto La Cabaña como El Morro forman parte de la Parroquia de Casa Blanca que por aquellos años atendía yo. Terminada la misa de diez, subí caminando a La Cabaña. Los milicianos “barbús” que vigilaban la entrada no me pidieron una identificación, que supongo era su deber, sino un rosario para colgarlo al cuello. Pero si no te cabe uno más, muchacho. Pasé y llegué a la puerta de la residencia del Comandante. Tampoco aquí necesité identificarme. El Comandante tiene una visita, en cuanto se libre le aviso y le recibe al momento, seguro.

Me haría largo si voy contando los detalles. Una vez en su despacho sí me identifiqué. Español, ¿verdad? Vasco, para ser exacto. ¡Oh, vasco!, gran pueblo el vasco, che. Nos sentamos y el bla-bla-bla caminó sin detenerse durante casi hora y media. Pero, comandante, usted tendrá asuntos que atender. ¿Qué, usted anda con prisas?, ¿no?, pues entonces sigamos así, charlemos. Se me fueron el nerviosismo del saludo. Dilatada e interesante la conversa con el Che. Hablamos de muchas cosas. Lo primero, No, aquí en La Cabaña no necesitaremos de misas ni de catequesis, olvídese de eso y ya me ocuparé yo de echar al mar la llave de la capilla y de catequizar a mis gentes. Todo entre sonrisas medio burlonas que al principio, es verdad, me molestaron. A la cárcel, a atender a los presos, sí puede pasar cuantas veces quiera y a la hora que quiera. ¿No necesitaré un papel, algo que me sirva de salvoconducto? No, siéntase como de casa. Le aseguro que va a tener trabajo. Fue claro desde el primer día. Se establecerían en La Cabaña los tribunales revolucionarios y el paredón de fusilamiento. Trabajo había de tener, sí, ¡y qué trabajo!

De su apellido y de las fechorías que un antepasado suyo, el Conde Guevara, perpetró en Oñati, Cuente, cuente que me está muy gracioso … , pero no pretenderá que yo pague por las putadas de mis abuelos, ¿verdad, che? No sabía ni le interesaba, no tenía tiempo para dedicarse a tonterías, quién fue o de dónde vino el primer Guevara que pisó tierra gaucha ni si era realmente vasco o pertenecía a una rama asentada en alguna otra región de España.

La conversación siguió amena aún cuando nos introdujimos en terrenos más resbaladizos, comunismo y religión. ¿Y qué tiene de extraño que piense así un comunista leninista? Bah, eso dice la gente, pero le apuesto lo que quiera a que busca y rebusca en archivos del Partido Comunista aquí, en México, en Guatemala o en Argentina y no encontrará mi nombre en las listas de sus afiliados. No me extraña, lo que a uno le hace comunista o franciscano no es un carnet sino un sentir y un compromiso. Y venían de lejos sus inquietudes sociales, y sus odios antiimperialistas norteamericano. Su paso por Chile, Bolivia, Perú, Ecuador, Venezuela y Guatemala le habían abierto los ojos y endurecido el corazón. No hablaba a lo barato, como eco de campanas oídas aquí o allá. Me produjo la idea de que había leído sobre religión y concretamente el Evangelio, no lo puedo asegurar. Pierden el tiempo, con solo el amor que enseñó Cristo y que por cierto la Iglesia ha olvidado con frecuencia, no van a cambiar el mundo. ¿Y los comunistas con sus odios y pólvoras? Deberían darnos una oportunidad, ¿no cree?, repartir tiempo y lugares para probar quién avanza más, la religión o la revolución. Lo decía riendo, pero muy serio al mismo tiempo.

Tenemos que seguir esta conversación, nos dijimos dándonos la mano al despedirnos. Y la continuamos efectivamente en los cinco siguientes meses, terribles meses, él dictando sentencias de muerte, yo atendiendo en la cárcel y en el paredón a los condenamos a muerte. Comandante, por favor … No se meta en lo que no es suyo … Hubo encuentros más tranquilos con diálogo más condimentado. Recuerdo especialmente el de la noche del 11 de febrero. Me dijeron que estaba en cama por uno de sus ataques de asma. En cama le encontré efectivamente, escaso de ropa y acompañado de Aleida Marx, no mucho más vestida. Pase, padre, pase, siéntese aquí. En su cama. Se retiró Aleida y el Che se dedicó durante casi dos horas a comentar el discurso de Fidel, en el que entre otros muchos temas, tocó por primera vez el de la educación privada a todos los niveles. El Che aprobaba o criticaba las bravatas del ´lider máximo´ y me explicaba por qué caminos iba a moverse la revolución. Otra noche en que rodeados de bastante gente le dijo a una mujer cuyo hijo acababa de ser condenado a muerte, Si busca consuelo, mire, aquí tiene al padre Javier, hable con él, dicen que lo hace muy bien, no sólo lo desprecié, esa noche lo odié.

En junio los dos dejamos La Cabaña. Como si nos hubiéramos puesto de acuerdo, el mismo día y casi a la misma hora, él tomó el avión hacia el Viejo y los más viejos continentes, Oriente Medio, Egipto, Yugoeslavia, yo hacia México a aclararme la cabeza que se me había puesto negra como el paredón y el hierro de los fusiles. A la vuelta, a él le nombraron Presidente del Banco Nacional y le encomendaron la Reforma Agraria y las Economías de la Revolución. A mí me nombraron Consiliario Nacional de la Juventud masculina de la Acción Católica Cubana. Y en junio del año siguiente …

Tenía yo que viajar a España por razones de salud de mi padre. Se me ocurrió ir a despedirme del Che Guevara cuya oficina se encontraba a dos pasos del Convento de San Francisco, en el cuarto pido del Banco Nacional, con sólo cruzar la calle Amargura. Le dije que iba a despedirme y a pedirle algunos dólares para el viaje, ya que él había establecido que nadie pudiera emplear en viajes al exterior más de trescientos dólares por año, en adición al costo del boleto, y yo los había gastado en el viaje a México. Me dio $500.00 a cambio de otros tantos pesos cubanos. Charlamos un rato y a la hora de despedirnos me lanzó una pregunta que me dejó tieso, como una estatua de sal. ¿Cómo catalogaría usted la relación que hemos mantenido, le llamaría acaso amistad? El mismo dio respuesta a su pregunta. No fuimos amigos, los dos tratamos de llevar al otro a su acera y los dos fracasamos. Si algún día nos volvemos a encontrar, seremos enemigos a muerte. Y me despidió sonriente, ¡buen viaje!

Estuve a punto de encontrarme con él cuando pasaba por el Perú hacia Bolivia. Estaba seguro de que nos abrazaríamos al vernos. Pero no pudo ser. Murió, lo mataron a sangre fría, encontrándose vencido y herido, en la selva boliviana. Me hubiera gustado acompañarlo en ese momento. Muchas veces he pensado que quién sabe, quizás también a él le hubiese gustado.

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Sobre el autor

Exsacerdote, excapellán de condenados a muerte, exmisionero por tierras de América. Vivo retirado con mi familia en Atlanta, EE. UU. El retiro viene a ser para mí algo así como un observatorio y un taller de montaje de palabras.


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