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Ane Arruabarrena

Ladelponcho Verde´s… Daily Tales

Nunca es tarde para aprender

Entre todo lo que os cuento de mi vida por aquí, hay algo que pensaba que nunca compartiría con vosotros, por pura vergüenza. Pero una buena amiga me ha recordado estos días que intentar las cosas, aunque sea fuera de tiempo, es siempre signo de valentía. Así que lo confieso. Sí, estoy aprendiendo a andar en bicicleta. ¿Cómo? ¿A mi edad? Pues sí, a mi edad. Porque de pequeña aprendí, como casi todos los niños y niñas de mi generación, pero enseguida pensé que no era lo mío, le cogí miedo y nunca volví a montarme en una bici (ni siquiera de ‘paquete’). Y así han pasado más de veinte años.

Pero hasta que llegué aquí nunca me lo había planteado seriamente. Sí que sentía algo de envidia al ver a la gente pedaleando tan tranquila, llegando a los sitios antes que yo y con las verduras del mercado en la cestita (una actitud de postal, efectivamente, pero tentadora si vas andando con la lengua fuera con cuatro bolsas del super en cada mano). Pero siempre decía que no lo necesitaba, que podía ir a cualquier sitio caminando o utilizando el transporte público. Pues bien, aquí no se puede. Las distancias son tan grandes y los peatones están tan mal tratados que a veces llegar al destino se convierte en una yincana. Y ya no tengo edad.

Así que, superada la vergüenza inicial, empecé a practicar en el parque de al lado de casa, con el Científico ejerciendo de ‘padre’ y sujetando el sillín. No hace falta que relate esos primeros pasos (“tranquila, te estoy agarrando”, “vas muy bien”, “¡Ya vas sola!”). Y me crecí. Luego llegaron las primeras caídas, tan tontas, y los momentos en los que mi dignidad se tambaleaba cuando una niña de siete años me adelantaba sin problemas. Pero tenía claro mi objetivo, así que no desistí.

Y entonces llegó Xuin. Así llamo yo a mi bici, porque no soy capaz de pronunciar bien el nombre de la marca y así le doy un aire más oriental. Costó mucho encontrarla porque aquí, igual que el resto de cosas, las bicicletas tienen precios desorbitados. Pero cuando la ví, tan bonita ella, escondida entre montones de bicis de segunda mano, supe que era pára mí. Estábamos hechas la una para la otra. La ‘bauticé’ al ponerle el timbre con estampado de leopardo que mis amigos de Donosti me habían regalado antes de venir, demostrando una vez más su total confianza en mí.

Ahora me caigo todavía más, porque también me pongo más retos. Y, mal que me pese, tengo que comprarme un casco para evitar males mayores (he pensado en crear una start-up que se dedique a diseñar cascos de bici ‘no tan feos’. Ni siquiera bonitos, sólo menos penosos). Y a medida que voy aprendiendo, estoy perdiendo la vergüenza. Rodeada de personas holandesas, alemanas, finlandesas, suecas… es más difícil de lo que pensaís explicar que no vas en bici porque no sabes usarla. ¡La mayoría de ellos nacieron encima de una bicicleta! Pero cumplir años es bueno también para quitarse tonterías de la cabeza. No sólo no me da pudor, sino que me siento orgullosa de lo que estoy haciendo. Porque creedme, después de toda una vida con los pies en el suelo (en el sentido literal, aunque no en el metafórico), estar en equilibrio sobre dos ruedas impresiona muchísimo.

Y ahora les digo a todos que estoy aprendiendo y les enseño mis heridas de guerra. Me encanta ver sus caras de sorpresa. Incluso mi vecino australiano -al que casi atropellé hace unas semanas- sabe de mis logros cotidianos (¡Acabo de venir yo sola en bici desde Stanford! “¡Genial!”). Sólo lo conozco de cruzarnos en el descansillo, pero sé que está orgulloso de mí.

Eso sí, por aquí, a la dificultad del aprendizaje se le suma la total indiferencia de la gente ante el sufrimiento ajeno. Nunca ha habido nadie que me haya ayudado o siquiera que me haya preguntado si estaba bien en mis múltiples accidentes. Incluso este fin de semana, cuando protagonicé una caída de lo más aparatosa en la que la cadena de la bici se enganchó con mis pantalones en la carretera, tuve que ir arrastrándome lentamente como un gusanillo hasta la seguridad de la acera, delante de decenas de personas que jugaban a ultimate frisbee (¡¿qué leches es ese deporte?!) o paseaban por el campus. Tampoco se inmutó nadie cuando, una vez desenganchada y con los pantalones rotos, pasé más de media hora tratando de colocar la cadena en su sitio.

Pero lo hice. Pero lo hago. Yo sola. Y no se trata de montar en bicicleta. Se trata de enfrentarnos a nuestros miedos, a las limitaciones autoimpuestas, sean las que sean. Ya no importan los profesores de gimnasia que te dicen que no eres capaz (sí, soy de la liga anti-profesoresdegimnasia). Nunca es tarde para aprender, y en realidad podemos hacer cualquier cosa que nos propongamos. Si cuando era una niña algunas personas no me hubiesen dicho una y otra vez que no era capaz, quizá ahora estaría haciendo triatlones (vale, no lo creo). Pero ahora, veinte años después, nadie puede quitarme el gusto de montarme en mi Xuin y pedalear bajo el sol con el viento en la cara. Aunque a veces me caiga y me tenga que levantar.

 

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Historias, ideas, curiosidades y reflexiones de una donostiarra en la Bahía de San Francisco

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abril 2013
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