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Sierra de Irta: el último trozo de costa virgen en el Mediterráneo

OSKAR L. BELATEGUI. / De Lloret de Mar a Punta Umbría, el olor a fritanga mediterránea es el mismo. Difícil escapar del hedor a goma de colchoneta en las tiendas de souvenirs, a aceite de coco en los atestados arenales, a sobaco de hooligan en los chiringuitos. Idéntico. Peñíscola no es una excepción. La ‘arquitectura’ de su paseo marítimo resulta intercambiable con la de Salou, Cullera y Torremolinos. Pero existe otra Peñíscola agazapada que, sobre todo fuera de temporada, permite soñar con un modelo turístico en las antípodas del imperante en la masificada costa mediterránea.

La Sierra de Irta culmina un espejismo: el de la ciudad amurallada, que, hasta hace no mucho, quedaba aislada a merced de las mareas como una fortaleza flotante. Benedicto XIII, el Papa Luna, erigió su particular Vaticano azotado por el salitre en este peñón rodeado del azul cegador del mar. Todas las callejuelas empedradas culminan en el castillo templario. La ascensión implica descansos: los puestos de artesanía regentados por argentinos, los restaurantes de tablas de embutido con mesitas en precario equilibrio sobre las escaleras de piedra, una horchata helada que corta la garganta, compras de cerámica polícroma, ¡Casa Dorotea, el mejor suquet de peix!

El pasmo del visitante continúa al descubrir que, apenas a dos kilómetros de la Playa del Sur, el litoral se vuelve escarpado y rocoso. Es la Sierra de Irta, una alineación montañosa con 573 metros de altura máxima y 15 kilómetros de fachada costera. Los folletos la definen como la última sierra virgen de la Comunidad Valenciana. Es más, como “el último tramo de costa que queda sin edificar entre Francia y Almería”. Y no mienten.

Al acceder a la idílica playa de Pebret –nada que envidiar a la cala más recoleta de Menorca o Formentera– hay que hollar un pequeño campo de dunas, uno de los últimos vestigios de este ecosistema en el litoral castellonense. En Irta huele a romero y tomillo, a salvia y espliego. Los senderos señalizados marcan los hitos: la ermita de Sant Antoni, el castillo de Pulpís y el logotipo del Parque Natural, la torre Abadum, desde la que se divisa la playa de Pebret y un edificio abandonado, los restos de un cuartel de carabineros que, hasta mediados del siglo XX, amedrentaba a los contrabandistas en una zona apenas habitada. Los malnacidos llegan a bordo del coche a pie del mar; se pierden el azote de la brisa a pie o en bicicleta; no ven los cormoranes moñudos ni los raros halcones de la reina.

Apenas media docena de construcciones salpican el tupido matorral donde brota el palmito y el enebro, el lentisco y la coscoja. El sol cae a plomo sobre el paseante, huérfano de sombra bajo los raquíticos olivos, algarrobos y carrascas. A cada recodo del camino apetece zambullirse en el agua transparente, pero merece la pena postergar la experiencia para el final del recorrido. Los folletos de turismo aseguran que moran lagartos ocelados, culebras y lagartijas. Es más raro ver zorros, comadrejas, ginetas y jabalíes.

De esta tierra salió la piedra caliza para la fortaleza de Peñíscola y las torres de vigía que jalonan la costa. Desde ellas se oteaban las frecuentes incursiones de piratas berberiscos que durante siglos asaltaron a las poblaciones del levante peninsular. Hoy se distinguen yates de recreo y barcos pesqueros que descargarán a la tarde en la lonja de Peñíscola. Sólo las chicharras rompen el silencio. Bañarse depara un paisaje insólito en una Costa del Azahar tomada por el hormigón: las dunas ceden el paso al matorral hasta donde se pierde la vista.

Si sobrepasamos el Parque entraremos en la otra localidad con encanto de la zona, Alcossebre, con su playa donde brotan chorros de agua dulce y las mejores paellas de la zona. A un paso de aquí emerge la aberración de Marina D’Or, ‘Ciudad de ‘Vacaciones’, cuya visita merece la pena para recordar los tiempos del pelotazo urbanístico. Un paraíso kitsch y hortera con parques al borde del mar poblados de pavos reales y carpas gordas como merluzas, hoteles con spa decorados como la villa de Berlusconi y edificios de apartamentos vacíos y desoladores.

Los senderos de Sierra Irta son circulares, por lo que el recorrido siempre finaliza en el punto de partida. Las playitas de la Punta del Mabre serán el colofón de una jornada que proseguirá en Peñíscola. Lo mejor del Paseo Marítimo sigue siendo la Hostería del Mar, un hotelito con el encanto setentero de los paradores nacionales, con recia decoración castellana –armaduras incluidas–, una piscinita encantadora y un restaurante donde se come un pescado sublime. Desde las balconadas del castillo, palacio y biblioteca pontificia a su vez, el Mediterráneo en calma y el blanco de las casitas encaladas resultan tan embriagadores como en Malta y Santorini.

El Bufador‘, una gran brecha entre las rocas por la que respira el mar en los días de temporal, recuerda que una ciudad auténtica late más allá de los catálogos de agencias de viajes, hoteles tres estrellas y pensión completa incluida. Aquí, por fin, no huele a fritanga.

Lo que las guías no cuentan

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