Sol, calor, final de los exámenes, tiempo libre para los estudiantes… todo parecía un paisaje idílico, pero la fiesta terminó entre copas y bastos. Las redes sociales echaban humo tras los disturbios que pusieron punto y final a la juerga de postselectividad madrieña. Las carga el diablo, dirá más de uno en la comisaría.
El caso es el siguiente: los alumnos de segundo de bachiller, tras pasar un curso entero estudiando y jugándose esas décimas que les permitan o no acceder a la carrera de sus sueños, se presentaron a las pruebas de acceso en la Universidad Complutense de Madrid. Tras el carpetazo al último test, todos huyeron directos al supermercado más cercano para aprovisionarse de bebidas y algo para picar. Dicho así, más de uno pensará que parece una canción de Mecano, pero no creo que esto tuviese alguna similitud con los guateques de la señora Torroja. La fiesta ya estaba montada, muchos vatios de sonido y un sinfín de gente. Se “solidarizaban” con ellos alumnos que ya hicieron estas pruebas hace años u otros que las realizarán en próximas convocatorias.
El día salió soleado y, en principio, se da por sabido que todos quieren que la jornada transcurra con total normalidad. La tarde comenzó a caer y algunos abandonaron el lugar, pero los más fiesteros siguieron y, además, se les unieron refuerzos de última hora. Pasé por el campus a eso de las siete y media de la tarde, haciendo algo de ejercicio físico al lado de mi incansable compañera de viaje. Las conejeras de la Policía Nacional y Policía Municipal tenían tomado todo el campus. Mientras tanto, se veía a miles de adolescentes bebiendo, relacionándose y dando rienda suelta a la revolución de sus hormonas.
El alcohol ingerido durante largas horas nunca fue un buen aliado. Nadie se pone de acuerdo, es lo de siempre en estos casos. Unos dicen que la policía cargó sin razón y de forma desmedida, otros dicen que los provocaron con el lanzamiento de botellas de vidrio y piedras. Uno por otro, la casa sin barrer. Lo cierto es que la presencia de tanta seguridad afeaba el entorno, y las leyes que permiten o no el acceso de las fuerzas del orden a los centros universitarios son un tanto difusas.
Todos hemos pasado por la pasión de los dieciocho años y sabemos que, con la sangre caliente, se cometen muchas estupideces. Siempre pagan justos por pecadores; uno lanza una botella, la policía carga y tú, que no habías hecho nada, te vas calentito para casa. A ver luego cómo le explicas a tu madre lo del ojo morado, puesto que, a buen seguro, te dirá eso de “a mí me da igual lo que hagan los demás”. Pero lo que me escama, y no es novedad, es la desmedida toma de decisiones por parte de la policía. Se supone que ellos son los adultos que cuidan la fiesta. La única forma que muchos de ellos tienen para entrar a la universidad es poniéndose el uniforme y cubriendo un acto de este estilo. Siempre he tenido claro el porqué. ¿Se acuerdan del “mucha policía, poca diversión”?