Cuando éramos unos jóvenes aguerridos y músicos de sonidos poco melódicos, recuerdo que dábamos conciertos que, en ocasiones, el respetable solo doblaba en número al trío que estábamos sobre el escenario. Es una forma de vivir la música que mucha gente se pierde, puesto que acude desde la adolescencia a festivales de los gordos o recintos tremendos para shows de dinosaurios. Peor para ellos. Supongo que la esencia más pura se encuentra en esos directos en garitos de mala muerte con cuatro pelados entre el público y tú tocando como si no hubiese un mañana.
Esta semana cayó por casualidad en mis manos la noticia de que, dentro de un proyecto de vídeos suecos que se llama “Experiment Ensam” (experimenta solo), Bob Dylan tocó para un fan en un teatro de Filadelfia, esa ciudad donde siempre transcurren las películas de Shyamalan. El sujeto se llama Fredik Wikingsson y tiene 41 años. Se sentó en la segunda fila y disfrutó en soledad de un show de su héroe para él. Si yo tuviese esa suerte, no creo que volviese a un concierto de ese artista que admiro; nada podría superar la experiencia vivida en solitario. Ya podía haberse acercado menos gente a aquel show que ofreció Dylan en la playa donostiarra, frente al Kursaal. Seguro que lo hubiéramos gozado mucho más.
Según cuentan diversas fuentes no fiables, Bob Dylan cobró una cantidad insultante por actuar para Fredik dentro del proyecto. La culpa no es del que pide, es del que da. El famoso artista salió al escenario, saludó a su invitado y comenzó a tocar. Tras la primera canción, el espectador aplaudió a rabiar y en la segunda les gritó “¡sonáis genial! Cuenta que Dylan se echó a reír. Pienso en el momento y tuvo que ser increíble. Poder disfrutar de un músico que admiras y sin el griterío histérico o los aplausos gratuitos que estropean momentos de silencio, voz y guitarra. El 15 de diciembre llegará a YouTube el vídeo. Habrá que verlo.