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Ivan Castillo Otero

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Los festivales

Allá por otoño comencé a seguir con atención las confirmaciones de los festivales a los que he ido los últimos años y tuve la sensación de que me echaban. Por cada cabeza de cartel que me gustaba, dos los aborrecía. Por cada grupo que confirmaban y que escucho con ahínco, diez ni los conocía. Muchos eran la típica promesa británica o americana indie, que suenan exactamente igual que las anteriores cien y que siguen más allá que acá. Una parte importante del respetable que asiste a los festivales estatales llega desde el extranjero, y comprendo que piensen también en lo que suena allende nuestras fronteras.

Ir a un festival es una decisión que hay que sopesar bien, puesto que el desembolso económico es importante. Sumando la entrada, la manutención de tres días y el transporte, puedes soltar entre 300 y 400 euros y no te has dado ni cuenta. Aún soy joven, pero ahí va historieta de abuelo: cuando empecé a ir a los festivales, todo era más asilvestrado y apasionado. Ahora hay zonas VIP para los pudientes y sus amigos, la vestimenta de los famosos ocupa titulares más destacados que los musicales y la fauna festivalera ha pasado de ir desaliñada y cómoda a creerse parte de la farándula del Coachella y querer lucir resultones en Instagram. Es un comentario esnob, pero no creo que nadie me lo pueda rebatir. No es que mi entorno y yo seamos ni mejores ni peores, pero tenemos ojos.

En la época reciente, he tenido malas experiencias en los festivales relacionadas normalmente con las aglomeraciones y la desorganización. Son las gallinas de los huevos de oro y los promotores han sabido explotarlos. Da igual que haya que hacer colas de más de una hora para entrar al recinto, que para pedir una cerveza y la cena se necesiten tres cuartos de hora y que tengas que ver a los grupos principales del cartel desde el quinto pino a través de una pantalla gigante. Si se pueden meter 40.000 personas, mejor que 30.000. Si se traslada el festival a un nuevo recinto en el que legalmente caben 80.000 personas aunque no vayan a estar cómodas, pues fetén. Un mal menor. Noto que en los festivales la música es solo la excusa para ir cual rebaño a hacer bulto, y no me gusta. Es más: me da pena.

Pese a todo, y aunque suene contradictorio, sentí nostalgia este fin de semana al ver las publicaciones en las redes sociales de amigos y conocidos que fueron al Bilbao BBK Live y Mad Cool. Es un poco masoquista, pero supongo que los recuerdos de los buenos ratos pesan más que aquella espera de dos horas para un taxi y los 15 euros por un bocadillo que se hacía bola. Dentro de unos meses, volveré a seguir con atención qué se va cociendo en los carteles de los festivales del verano que viene. La premisa será la misma que este año: ir si un cartel reúne un buen puñado de grupos que nos gusten de verdad. Veremos.

Música, entre otras cosas

Sobre el autor

Donostiarra de nacimiento y medio coruñés por parte materna. Periodista por vocación. Mi abuela Juana vendía la prensa en un kiosco y la llamaban «la periodista»; así que soy el segundo de la familia que trabaja en el mundo de la comunicación. San Sebastián, Bilbao, Madrid y, ahora, A Coruña. Siempre estoy leyendo algo. Me gusta el rock y tuve un grupillo. Me interesa la historia. Sigo el calendario ciclista de pe a pa, y del fútbol soy de la Real Sociedad. También hago fotos.


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