Paseando al perro por mi barrio, Egia, he ido contando los negocios que han cerrado en mi calle. Ya no están, entre otros, la carnicería, dos bares, dos mercerías, dos librerías que también vendían prensa y el ultramarinos. Una cadena de panaderías se instaló en el local donde estaba el obrador en el que comprábamos el pan y los pasteles. Han abierto algunos negocios nuevos también, como una tienda de decoración y una pequeña escuela de arte, pero hay bastantes locales vacíos que restan vida al lugar en el que crecí.
Igual es que este año que se va todo lo cubre de tristeza, pero en este paseo para bajar los excesos navideños y que Piña, mi peludo, quemara energía me ha venido un poco la pena al ver el panorama. Parece un mal chiste que sea este el barrio que alberga el cementerio municipal, un negocio que, por razones obvias, no cesa nunca su actividad.
Ya hace algo más de una década que no vivo en Egia. Durante la carrera, empecé por no estar entre semana, para el posgrado me fui lo suficientemente lejos como para que volver todos los fines de semana no fuera viable y mi vida laboral no la he desarrollado en Donostia.
A veces me siento un poco como el Nowhere Man de los Beatles, como un hombre de ninguna parte que, sin estar presente, ve con algo de nostalgia y tristeza que va cambiando el lugar en el que dio sus primeros pasos.