La música, como forma de expresión artística, tiene el poder de tocar nuestras emociones y conectarnos con recuerdos, con personas y con lugares, entre otros. La industria musical es diversa y es competitiva, y programas como Operación Triunfo, guste más o menos, es parte de esta. Son plataformas que ofrecen a los aspirantes un lugar de difusión masiva para mostrar su talento y llegar a un público que, probablemente, no alcanzarían sin los medios que les ofrece la televisión. Sin embargo, es importante recordar que, en última instancia, se trata “solo” de un concurso.
Recientemente, escuché a uno de los responsables de los concursantes que, ante la dramática llorera de uno de estos, le recordaba eso: que solo es un concurso, que no están operando a corazón abierto. Es un mensaje que suelo compartir bastante en mi trabajo cuando se une al equipo alguien que está en una de sus primeras experiencias laborales. Tanto en la academia como en cualquier otro lugar, es vital tratar de dar lo mejor, pero manteniendo el equilibrio y la perspectiva.
El concurso está llegando ya a su final y ha sido un éxito, probablemente más que las dos ediciones que le preceden. Galas, firmas de discos y, próximamente, una gira multitudinaria por todo el país. En el momento de la historia en el que, por suerte, más se habla de la salud mental, todo este shock para chicos y chicas que están, en su mayoría, en la veintena, es un reto que va mucho más allá de lo musical.
En los meses que dura el concurso, probablemente se lleven lecciones importantes que les servirán, tanto a los que tengan una carrera musical como a los que no gocen de esa misma suerte. Dicho esto, y aunque normalmente el concurso se caracteriza más por la presión a la que son sometidos los jóvenes, creo que los mensajes más importantes que pueden recibir van más por la construcción de la persona que del artista.