El 23 de julio de 2011 llovía en Berlín. Pese a ser pleno verano, la capital alemana presentaba una jornada desapacible en lo meteorológico y, al mismo tiempo, excitante en lo cultural y turístico para un servidor. Me hospedaba junto con otros tres amigos en un hostal joven de la calle Helsingforser, relativamente cerca de la East Side Gallery y en las proximidades de la estación de Warschauer Straße.
Tras un día pasado por agua, buscamos cobijo en nuestra momentánea morada y, en una sala común con televisión y una nevera llena de cervezas Berliner, nos enteramos de la muerte de Amy Winehouse. Aquel verano tenía que actuar en el Bilbao BBK Live, pero ya había suspendido su presencia por motivos de salud. No pintaba nada bien aquella cancelación. La víspera, el día 22, tuvimos noticia en el mismo lugar del trágico atentado en Oslo y en la isla de Utøya (Noruega), que se saldó con 77 muertos y 96 heridos.
En marzo de este año regresé en distintas circunstancias a Berlín. Es una ciudad a la que hay que regresar, en la que hay que renovar lo que se vio y conocer nuevos lugares que se quedaron sin explorar. Dos factores se repitieron: llovió (a ratos con ganas) y falleció otro mito de la música, aunque esta vez pertenecía a otra generación. Charles Edward Anderson Berry, más conocido como Chuck Berry, se fue el 18 de marzo de 2017. Parecía inmortal. Fue uno de los padres del rock and roll y en su legado encontramos cortes como “Johnny B. Goode” o “Maybellene”. Sobre la cama, en un hotel cercano a la Potsdamer Platz, hice sonar su música en mi teléfono móvil a modo de homenaje.
No creo es el más allá y sí creo firmemente que fue una coincidencia. Macabra, sí, pero coincidencia. Volveré a Berlín y no pasará nada. Ya verán. A la tercera va la vencida.