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Ivan Castillo Otero

12 pulgadas

La culpa es de los padres, no de Aída


Otra maleta para un nuevo viaje, últimamente no vivo más de cuatro días en la misma ciudad. Esta dinámica va a terminar y en breve llegan unas semanas más tranquilas. Tras un buen madrugón y unas carreras por culpa de la escasa frecuencia del metro, al fin me encontraba en el asiento 5C del sexto vagón de un tren a medio llenar. La Renfe no había conseguido vender todo el papel y, sin tener forma para saberlo con antelación, yo tampoco había atinado a la hora de elegir mi plaza.

Siete y media de mañana y aún no había metido nada en el cuerpo. Acudo al vagón cafetería y me atracan 1,80€ por un café con leche. Aún temblando por el sopapo monetario y con la curiosa forma que tienen de tratar al cliente en la retina, me dispuse a echar una siesta. Pero ahí estaba, esa niña de unos siete años que dinamitaba el silencio que guardábamos el resto de viajeros. Ella no tiene la culpa, nadie nace sabiendo comportarse. Iba con su madre al lado, que nada hacía por silenciarla.

La tensión se palpaba en el ambiente, todos estábamos algo molestos. Los carraspeos de garganta eran una constante entre el personal y se oían murmullos de malestar. Al igual que se entiende que un pequeño con equis edad hace ruido y no para de moverse, también se da por hecho que sus padres han tenido que educarla para saber comportarse en este tipo de situaciones con gente desconocida. Sí, no sé qué tipo de coyuntura familiar tiene la chiquilla, pero no vamos a dar por hecho que esta sea difícil o no deseada para su correcto desarrollo como persona.

En un momento del trayecto, pidió a su madre que la acompañara al servicio. “¿Estás segura que quieres ir? no me quiero levantar para nada, pesada”. Olé, una madre entregada, manda “güevos” que diría aquel. Ahí descubrimos que la niña se llamaba Aída, pero no era ópera lo que cantaba.

Me podrán echar en cara lo que les plazca, pero tengo ejemplos a los que agarrarme en esta queja. Viajé con mis padres y demás familiares en transportes públicos desde bien chico y, salvo algún día torcido por enfermedad o similares (que no era el caso de Aída), siempre me porté como ellos me enseñaron. “Iván, cariño, no hagas ruido que vas a molestar a los demás”, e Iván se quedaba chitón. Con cualquiera de mis cuatro sobrinos, de edades comprendidas entre los tres y los cinco años, más de lo mismo.

No estoy a favor de la educación con disciplina militar para los niños, no se equivoquen, pero no es la primera vez que viajo con niños y sí es la primera que veo esta impunidad por parte de su madre. Así como me parece fatal cuando viaja un bebé, éste llora y alguien protesta, con siete años (mínimo) considero que los peques ya han interiorizado unas pautas de comportamiento que han tenido que darles sus progenitores.

Decía la canción de El Consorcio aquello de “qué gusto da viajar cuando se va en exprés”. Esta vez un servidor se quedó sin poder posarse placenteramente sobre los brazos de Morfeo, pero la mayor perjudicada de esta historia es la pequeña Aída.

Música, entre otras cosas

Sobre el autor

Donostiarra de nacimiento y medio coruñés por parte materna. Periodista por vocación. Mi abuela Juana vendía la prensa en un kiosco y la llamaban «la periodista»; así que soy el segundo de la familia que trabaja en el mundo de la comunicación. San Sebastián, Bilbao, Madrid y, ahora, A Coruña. Siempre estoy leyendo algo. Me gusta el rock y tuve un grupillo. Me interesa la historia. Sigo el calendario ciclista de pe a pa, y del fútbol soy de la Real Sociedad. También hago fotos.


julio 2013
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